¿Qué es un libelo de sangre?
Estos escritos de difamación se remontan a fechas inmemoriales y acusa a un sector concreto de las peores tropelías posibles
Madrid Creada:
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A pocos escapa el significado de «libelo», un escrito que denigra o infama. Sin embargo, si apostillamos ese vocablo con un «de sangre», quizá el término no resulte tan conocido. ¿En qué consiste un libelo de sangre? Como libelo que es, cae en el ámbito de la difamación, pero no una cualquiera, pues afecta a un colectivo concreto, los judíos, y gira en torno a una coyuntura singular: los culpa de secuestrar menores cristianos, someterlos a cruentas torturas, befas e insultos, crucificarlos en una recreación burlona de la pasión y muerte de Jesús y acopiar luego su sangre para utilizarla en rituales oscuros.
Estos infundios contra el pueblo hebreo se remontan a fechas inmemoriales y acontecían con lamentable frecuencia más allá de nuestras fronteras. Uno de los primeros documentados en España lo protagonizó Dominguito de Val, un pituso de siete años, monaguillo de la Seo de Zaragoza, cuyo cadáver apareció mutilado a orillas del Ebro en el verano de 1250. El obispo de la ciudad señaló a los judíos residentes en la aljama maña y arrestó a unos cuantos de ellos, los cuales sucumbieron a los rigores del tormento y terminaron por confesarse responsables.
Aunque, a partir de entonces, los libelos de sangre proliferaron a lo largo y ancho de nuestra geografía, el más trascendental a nivel histórico ocurrió en La Guardia (Toledo). En noviembre de 1491, dos judíos y varios conversos de esa localidad penaron la hoguera acusados de crucificar a un chiquillo, y ello a pesar de que nadie había denunciado la desaparición de ningún infante ni tampoco se habían hallado los restos mortales de uno. No obstante la falta de pruebas y la evidente probabilidad de que no existiera ni víctima ni victimario, el supuesto crimen fructificó en la opinión pública y provocó un clima antisemita que vino a empeorar la ya añeja ojeriza de los cristianos viejos hacia judíos y conversos. Tanto tensó la cuerda el caso del Santo Niño de La Guardia que acabó rompiéndola, pues no pocos expertos en la materia lo estiman la gota que colmó el vaso donde llevaba tiempo gestándose el edicto de Granada, promulgado cuatro meses después, en marzo de 1492, y en virtud de cuya letra los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de Castilla y Aragón. Ha menester añadir que, salvo Portugal, Italia y Baja Austria, Europa entera había decretado este exilio lustros antes y que, a la postre, Fernando e Isabel están a la cola de quienes lo hicieron. Por eso, porque no podían afincarse allende los Pirineos, había una ingente cantidad de seguidores de Yahvé concentrados en suelo patrio (casi 200.000); y de ahí también que, tras echarlos de aquí, ninguno marchó al norte continental, sino al sur: a territorio otomano, Italia, los Balcanes y África. Curiosamente, Europa consideraba a España un nido de herejes de tal magnitud por la consentida convivencia de árabes, judíos y cristianos que, cuando los Reyes Católicos cedieron a las presiones internacionales y, más obligados que convencidos, ordenaron el destierro, todo el continente los aplaudió. Incluso recibieron una carta de la universidad de la Sorbona a través de la cual se les felicitaba por haber entrado, al fin, en razón y, de paso, en la modernidad. Poco imaginaban Fernando e Isabel que, siendo de los últimos gobernantes europeos en firmar la diáspora sefardí, se convertirían en los mayores xenófobos de la Historia, un lastre falso e injusto que ya pesa demasiado.
Como detalle insólito, resulta de interés decir que el edicto de Granada de 1492 estuvo en vigor casi cinco siglos. No se derogó hasta 1969. Así, pues, según el tenor de la norma, antes de esa abolición no podía haber judíos en España, algo que, huelga aclarar, no se cumplía, pero que, cuando menos, llama la atención.
¿Y por qué los libelos de sangre? ¿Por qué tanta inquina a los de Moisés? La respuesta a estas preguntas requiere escarbar en los orígenes del Cristianismo y hablar de la rivalidad que enfrentaba a sus dos movimientos primitivos: el cristianismo judío, capitaneado por Santiago el Justo, y el cristianismo gentil, cuyo líder era Pablo de Tarso. Al final, las teorías de este último se impusieron, conquistaron Roma y se transcribieron en las páginas de las edades venideras para formar y conformar la biblia de nuestros días. De aquellas teorías nació uno de los motivos medulares de esa tirria endémica e indeleble contra los hebreos; en especial, del mensaje que Pablo de Tarso grabó a fuego en la piel del mundo: los judíos auspiciaron la muerte de Jesús. Esta doctrina sembró tal aversión en el acervo popular que los fieles a la Torá devinieron en el blanco fácil de la diana del mal y todas las catástrofes pasadas, presentes y futuras les fueron imputadas. Sufrieron persecuciones, marginación, linchamientos, expulsiones y un sinfín de infortunios que surcaron los mares del tiempo vestidos de odio religioso hasta recalar en la Alemania nazi luciendo un traje distinto pero igual de destructivo: el odio racial.
Hitlerarticuló contra ellos la denominada leyenda de la puñalada por la espalda, una fábula que los culpaba de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Tan pronto este argumento caló en el ánimo nacional, Hitler comenzó su ascenso político, y los judíos, su descenso al infierno. Los cientos de semitas asesinados durante la Kristallnacht o la noche de los cristales rotos, acontecida en Alemania en noviembre de 1938, inauguraron un agónico rosario de muertos vivientes abocados a convertirse en vivientes muertos tras los muros de un campo de concentración.
Del fatalismo al fanatismo media un paso y, cuando se incendia el fatalismo atizando las ascuas de la desconfianza con chasca de miedo, la razón se marchita y el fanatismo germina. En España, judíos, cristianos y árabes compartieron patria durante mucho tiempo. Cierto que esa convivencia no transcurrió de manera ni tranquila ni querida, pero los de Moisés disfrutaban de una relativa paz en estas tierras. Los problemas empezaron en la segunda mitad del siglo XIV. Aquella centuria plagada de penurias económicas, hambre, conflictos bélicos y demoledoras epidemias de peste aniquiló la tolerancia y multiplicó la necesidad de achacar a alguien tanta calamidad. Cuando unos pocos pusieron el foco acusador sobre los judíos, la semilla antisemita anidó al instante en el sentir general y, como un río de lava que avanza de forma lenta aunque progresiva e implacable, logró trocar la concordia en discordia y la cordura en locura.
En particular, el fanatismo inherente a los libelos de sangre peca de absoluta incoherencia. A modo de ejemplo: la Torá considera impuro cualquier fluido humano, incluida la sangre; los fieles a sus dogmas no pueden, pues, tocarla ni, mucho menos, ingerirla. El rechazo alcanza tal envergadura que, si un huevo muestra algún hilillo sanguinolento en la yema, se desestima. En consecuencia, culpar a un judío de consumir sangre y de hacerlo, además, para mayor gloria de Yahvé es absurdo porque transgrediría los mandamientos de su biblia y no parece lógico matar en nombre del dios al que se reza vulnerando los decretos de este. Por desgracia, pedir sensatez al fanatismo es como pretender que el gato no persiga ratones.