La rebelión de los cosacos y la división de Ucrania entre Polonia y Rusia
El levantamiento cosaco de 1648 puso fin a la época dorada de la Mancomunidad Polaco-Lituana y cambió para siempre el devenir de sus pueblos
Creada:
Última actualización:
Aunque poco conocida en nuestro país, la rebelión cosaca liderada en 1648 por Bohdán Jmelnitski constituye un hito en la historia de Europa oriental, especialmente en Ucrania, donde se considera al noble cosaco un héroe nacional. En las provincias más orientales de la Mancomunidad Polaco-Lituana, ya entonces denominadas Ucrania, y conocidas también como Rutenia, se asentaba la llamada Hueste de Zaporiyia, una sociedad militar de cosacos al servicio de la Corona polaca que se dedicaba fundamentalmente a vigilar las fronteras y lanzar incursiones por tierra y mar contra el kanato de Crimea y el Imperio otomano, del que aquel era vasallo. Hábiles combatientes y autoproclamados defensores de la «nación rutena» y de la fe cristiana ortodoxa frente a los abusos y los intentos de «polonización» de la nobleza, los cada vez más numerosos cosacos se convirtieron en el siglo XVII en un problema candente para el Estado polaco-lituano, de compleja estructura interna. Tras una década de «paz dorada» precedida de varias revueltas rápidamente derrotadas, en 1648, bajo el brillante liderazgo político y militar del «hetman» Jmelnitski, los cosacos, apoyados por aliados tártaros dirigidos por el propio kan, se alzaron con victorias espectaculares sobre el ejército de la Corona polaca e iniciaron la creación de un Estado cosaco centrado en Ucrania. Polonia, sumida en una crisis derivada del fallecimiento del rey Ladislao IV, no pudo reaccionar hasta tres años después.
A la postre, el proyecto de Estado cosaco de Jmelnitski fracasó por la debilidad y las rivalidades internas de los cosacos, pero aun así las consecuencias de la revuelta fueron profundas: tras seis agotadores y devastadores años de guerra contra los ejércitos polacos y lituanos, liderados por el propio rey polaco Juan II Casimiro, Jmelnitski, que desconfiaba de los tártaros, puso el hetmanato bajo la soberanía del zar Alejo I de Rusia, un gobernante habilidoso deseoso de expandir su imperio y que había fortalecido su ejército y su administración. La cumbre de su reinado fue precisamente la invasión de la Mancomunidad en 1654 tras la anexión formal de Ucrania. Las tropas polacas y lituanas, exhaustas tras más de un lustro de combates incesantes, fueron incapaces de frenar a los invasores moscovitas, que en cuestión de meses ocuparon Vilna, la capital lituana, y llegaron a las puertas de Lublin, ciudad de gran simbolismo histórico, pues allí se había firmado en 1569 la unión entre el reino de Polonia y el gran ducado de Lituania, que se encontraba ahora contra las cuerdas.
El discurso oficial del autócrata moscovita en relación con Ucrania y los demás territorios orientales de la Mancomunidad Polaco-Lituana invocaba no solo los vínculos de sangre entre los habitantes de estos y sus propios súbditos, así como la religión ortodoxa común, sino que atribuía además a los gobernantes de Moscú los derechos de la antigua Rus de Kiev, que reclamaba también para sí la Corona polaco-lituana. Finalmente, y a pesar de la facilidad con que las tropas de Alejo I habían barrido a sus adversarios, los éxitos del zar no fueron ni mucho menos absolutos, y estuvo lejos de imponer su autoridad en los territorios conquistados debido a la resistencia local; la hostilidad de los suecos, que habían invadido por su cuenta la Mancomunidad aprovechando su debilidad, y las divisiones internas de los cosacos entre los leales a Moscú y aquellos que deseaban volver a la soberanía del Juan II Casimiro tras descubrir que sus libertades eran ignoradas sistemáticamente por los gobernadores designados por el zar, sobre todo tras la muerte del carismático Jmelnitski en 1657. En los años siguientes, las tropas polacas y lituanas, curtidas en la lucha contra los suecos y robustecidas por el fervor patriótico y religioso, lograrían expulsar a los rusos de la mayoría de los territorios ocupados, pero no de las provincias ucranianas situadas en la margen izquierda del Dniéper ni de Kiev.
La devastadora contienda culminó en 1667 con Ucrania arrasada, empobrecida y dividida entre polacos y rusos, al tiempo que puso fin a la hegemonía de la Mancomunidad y señaló el ascenso de Moscú como potencia dominante. Desde entonces, se han sucedido en la región distintas interpretaciones de la revuelta cosaca, con frecuencia antagónicas y muy influenciadas por corrientes políticas. Así, para unos, Jmelnitski fue un héroe nacional que se alzó en defensa de las libertades y la identidad política y religiosa de los ucranianos, en tanto que para otros su gran obra consistió en la reunificación de los pueblos de la «Gran Rusia». Solo en las últimas décadas se han abierto paso visiones más ponderadas y alejadas de presentismos y aspiraciones nacionalistas.
Para saber más...
«La revuelta de los cosacos» (Desperta Ferro Historia Moderna, Nº66), 68 páginas, 7,50 euros.