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¿Quién puede dejar morir a un niño?

¿Quién puede dejar morir a un niño?
¿Quién puede dejar morir a un niño?larazon

Qué sería de Ian McEwan sin los niños, sin ese estado de inocencia que envuelve a la infancia. O sin los conflictos de pareja siempre intervenidos por un tercero en discordia que hace temblar los cimientos sobre los que se suelen asentar las relaciones contemporáneas. Dos temas (infancia, pareja) que han impregnado buena parte de la obra del autor inglés. Basta pensar en novelas como «Niños en el tiempo», donde un padre se desespera porque pierde a su hija en las góndolas de un supermercado de Londres, y «Amor perdurable», en la que describe lo que es el amor obsesivo y enfermizo. Dos obras de corte clásico que se cuentan entre sus mejores novelas y a las que se suma, ahora, «La ley del menor», que combina lo mejor de ambos mundos: infancia y pareja.

Una pareja, en este caso, formada por Fiona Maye, una juez del Tribunal Superior, y Jack, un profesor de historia antigua que quiere embarcarse en una historia nueva: tener una única aventura en su vida con otra mujer. Está por cumplir sesenta años y, como no quiere dañar a su esposa, especializada, además, en derecho de familia, buscará que se lo permita. Ya llevan varias décadas juntos y ella, cree él, le dirá que sí.

Pero Jack se va y Fiona se queda en casa, con su conciencia y con su trabajo, en medio de cuestiones relacionadas con la burocracia judicial, con razones legales, un universo monótono interrumpido, de pronto, por un caso, un caso que lleva, directamente, al corazón de la novela: Adam Henry, un adolescente que ni siquiera ha cumplido los dieciocho años, es ingresado de urgencias en un hospital. Tiene leucemia. Necesita una transfusión de sangre pero se niega a ello amparado en su creencia: es testigo de Jehová.

Puntual, preciso, con una prosa que se detiene en los detalles sin vocación descriptiva, McEwan ha hecho en «La ley del menor» una novela que sigue el pulso de nuestro tiempo. Una historia que, detrás de su aparente sencillez esconde sin embargo una profundidad tan intensa como la que atesoran las más hermosas parábolas: aquellas que llaman, urgentemente, a tomar una decisión. Que no ofrecen, tampoco, una sola y única respuesta, sino que dejan que sea el lector el que responda.