El “noir” totalitario, o novelizar el Mal de Occidente
Este híbrido entre la novela histórica y la intriga criminal nace de una renovación del género detectivesco, impulsada por Philipe Kerr
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La muerte del escritor escocés Philipe Kerr en 2018 a los 62 años puso punto final a la serie de novelas con trasfondo histórico de Bernie Gunther, comisario depurado por la KriPo, la policía de investigación criminal dependiente de las SS, en la Alemania nazi. En ellas, utilizaba la recreación histórica como telón de fondo para resaltar la corrupción y el terror del III Reich. Históricamente, el comunismo pudo zafarse de la condena política y moral potenciando, mediante el enorme aparato propagandístico de la antigua URSS y los tontos útiles de los intelectuales progres, la maldad del régimen nazi, del que el comunismo fue su predecesor y origen de la quiebra espiritual y moral de ambos totalitarismos.
Por ello, era lógico que el dictador por antonomasia, Adolf Hitler, la mefistofélica esvástica y el nazi de las SS se convirtieran en los signos terroríficos que representan al Mal en Occidente. Mientras tanto, el comunismo quedaba relegado al enemigo folclórico de la Guerra Fría en las novelas de agentes secretos, cuya difusa imagen del villano megalómano comunista era el Dr. No, un renovado avatar del Dr. Fu Manchú.
Que Philipe Kerr centrara la acción de sus novelas policíacas en el III Reich y creara al policía Bernie Gunther, que se mueve por ese campo minado que era la Alemania nazi, es una genialidad que tuvo consecuencias en la lenta renovación de la novela histórica detectivesca, acuñado en LA RAZÓN como «noir totalitario»: un híbrido entre la novela histórica y la intriga criminal, trasladable a todos aquellos «paraísos totalitarios»: el de la URSS del gulag, la RDA de la Stasi, la Cuba del tiranosaurio Castro y el sistema de delación de los CDR y los Laogai o «campos de reeducación» de la China comunista. «El laberinto rojo» (1997) es una intriga legal que muestra el terror comunista en la China posmaoísta.
Su acta fundacional se inicia con su «trilogía berlinesa»: «Violetas de marzo» (1989) estaba ambientada en el Berlín de 1936, durante la organización de los Juegos Olímpicos que se celebraron en la capital alemana. Su precedente literario, que vivió los hechos narrados y estableció el canon, fue Hans Hellmut Kirst, con «La noche de los generales» (1967), llevada al cine por el cineasta estadounidense Anatole Litvak. El mayor Grau, un oficial de la policía de la Wehrmacht, persigue a un general de quien sospecha que es un asesino en serie. Kirst es considerado como el mejor cronista alemán de la caída del III Reich.
El mayor Grau fue el modelo de Bernie Gunther: un policía de convicciones izquierdistas, cínico pero honrado, que se ve obligado a trabajar como detective de los líderes del III Reich y participar de su misma inmoralidad. En la obra «Violetas de marzo», por su parte, investiga una serie de asesinatos de mujeres arias. Eso le permite denunciar la corrupción y maldad del régimen nazi, sus entresijos criminales y la psicopatología desquiciada de sus dirigentes: Goebbels, Bormann, Heydrich y Goering.
Como la saga de Bernie Gunther era un «work in progress» histórico, el itinerario de la guerra lleva a Bernie Gunther a Ucrania, regresa a Berlín, a la oficina de Crímenes de guerra, y tras ser capturado en el frente ruso escapa a Argentina y finalmente acaba de portero de noche en la Costa Azul, donde conoce al espía y escritor de best seller Somerset Maugham.
La menor disidencia
Al igual que Philipe Kerr, los novelistas de noir totalitario deben afrontar una contradicción esencial: en ningún régimen de terror se tolera la menor disidencia, castigada con la cárcel, el gulag, los campos de concentración y la muerte. Si el detective clásico al investigar un crimen ve aflorar la corrupción como un mal inherente a las sociedades democráticas, en los regímenes totalitarios le resulta imposible, pues el Estado corrupto es el que lo domina todo. Una razón por la que no puede existir novela negra en los países comunistas. Ningún régimen criminal tolera la menor disidencia, penada con la cárcel o la muerte. La novela policíaca sólo puede florecer en los tolerantes estados democráticos.
¿Qué sucede entonces cuando un autor sitúa la acción de una novela de detectives en un régimen totalitario? Las novelas del castrista Leonardo Padura se mueven entre lo inverosímil y la nostalgia: añora la Revolución y estetiza las ruinas de La Habana. Las del disidente Vladimir Hernández, saja sin miedo el tumor castrista y denuncia en clave policial la decadencia del tiránico sistema comunista. Como disidente sabe que la novela negra es difícilmente extrapolable a regímenes de economía centralizada, donde la corrupción es institucional, carecen de garantías jurídicas y el individualismo está sofocado por el colectivo comunista y la burocracia estatal. «El hambre es una estrategia del Gobierno –dice un personaje–; así mantiene a la gente ocupada».
En «El caso de Leon Sadorski», Romain Slocombe sitúa la acción en el periodo de la ocupación nazi de París y la Francia de Vichy. El comisario Sadorski es un francés traidor, antisemita, anticomunista y de una abyección tal que en nada debe envidiar a sus homólogos de la Gestapo y las SS alemanas. En los regímenes totalitarios la corrupción general impide investigar cualquier asesinato. ¿De qué serviría descubrir la verdad si sería ahogada por la injusticia?
El noir posmoderno
La novela negra totalitaria se trata de un género netamente posmoderno. Mezcla historia e intrigas policiacas triviales con ficciones tan dramáticas como el gueto de Varsovia, donde sitúa la acción detectivesca Richard Zimler en «Los anagramas de Varsovia» (2014). Un marco bastante trágico para una investigación llevada a cabo por un psicoanalista judío, alumno de Freud, a despecho de la amenaza nazi que se cierne sobre los judíos.
En el «giallo storico», destacan dos autores italianos: Maurizio de Giovanni, que sitúa al nihilista comisario Ricciardi en la tétrica atmósfera del Nápoles fascista, y, por su parte, Ben Pastor, que ambienta su saga del comandante nazi Martin Bora, inspirado en el coronel Claus von Stauffenberg, planificador del atentado frustrado contra Hitler en Italia. Dos detectives atormentados y depresivos, como obliga el relato posmoderno. Asimismo, Antonio Manzanera, en «El informe Müller» (2013), también escoge la Alemania nazi y el comienzo de la Guerra fría como contextos para su precisa recreación de los últimos días de Adolf Hitler en el bunker de la Cancillería y el misterio que rodea su muerte.
El precedente es «Solo en Berlín» (1947), de Hans Fallada, pseudónimo del escritor Rudolf Ditzen, considerado por el nazismo como un escritor indeseable. A partir de los expedientes procesales de opositores ejecutados, recrea la época de la paulatina nazificación de los ciudadanos en aquella época, su conversión en delatores de sus propios vecinos, la indefensión y la pérdida de la vida privada así como la persecución por cualquier manifestación contra el opresivo partido nazi, a cuyos miembros retrata tan cínicos y desalmados como el resto de ciudadanos-tipo sin identidad.
En la actualidad, este género del «noir totalitario» puede rastrearse en novelas que sitúan la acción en la Unión Soviética tras la muerte de Stalin en «El niño 44» (2015) de Tom Rob Smith y en la RDA del tirano Honecker en «Hijos de la Stasi» (2018) de David Young. Ambas entrelazan la novela negra de asesinos en serie con la ficción histórica. Relatos a mitad de camino entre la fascinación por el comunismo tras el Telón de Acero, inédito, una vez desgastado el recurso camp del nazismo.
El recurso histórico funciona como papel pintado cuya función última es la denuncia del totalitarismo y un marco literario en donde inscribir la acción de la trama. Como en «Gorky Park» (1983), centrada en la URSS de Andrópov. Martin Cruz Smith muestra un Moscú atenazado por el clima de terror y delación, y denuncia la imposibilidad del policía ruso de buscar de la verdad, brutalmente reprimido por el aparato comunista. En «Los orígenes del totalitarismo», Hannah Arendt precisa que la práctica rusa es más «avanzada» que la nazi en un aspecto: «la arbitrariedad del terror».