Marina Abramovic, una mujer de bandera
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Cierta politería viene renunciando al programa cívico y apuntándose a esa estrategia anquilosada que apela al instinto, que es lo que suele suceder cuando los partidos sustituyen los proyectos por las encuestas, esos cuentos de brujas que cada vez recuerdan más a los presagios de los druidas galos. En esto se nota que esta Europa es menos UE que antes y más Vieja Europa que nunca. Al calor de la crisis económica se han ido tricotando unos rencores y unos prejuicios que parecían desterrados de las geografías nacionales y que han retornado, en una revisión inversa de la parábola del hijo pródigo, para recuperar la aldea tribal en un mundo de globalizaciones. Cuando la política se convierte en un bandidaje de intereses, votos y demás asuntos espurios, y se van barajando con vileza los antiguos naipes de las emociones y los egoísmos, en vez de aventar aspiraciones más democráticas y altas, ocurre que la ciudadanía levanta la bandera de la reivindicación para susto de todo el teatro político. Marina Abramovic ha desencadenado una ola de protestas en Italia con su cartel para Barcolana, una regata de vela que empieza sus sucesivas singladuras en Trieste, que reza: «Todos estamos en el mismo barco», un eslogan nada casual. Con una ropa, que habrá quien lo emparente en sus recuerdos con aquellos monos que nos han dejado las instantáneas de la Revolución Cultural china, la artista ha soliviantado a más de un gobernante municipal, que ha salido por ahí con la boca ensalivada de oprovios, porque es lo que tienen los regidores actuales, los de las ciudades y los ministerios, que van muy cargaditos de soberbia y orgullo, cuando deberían tener claros que solo son servidores públicos. La cosa es que por ahí uno ha apelado a la censura, que es la herramienta imprescindible de toda dictadura inicial, para impedir que la propuesta de Abramovic continúe irritando la suceptibilidad de sus senadores, porque a la peña, o sea, a la gente, seguramente eso, como que se la resbala bastante. Esto de la inmigración va dando a pábulo a mucha gentuza que ve al refugiado como una especie de chapapote del Mediterráneo que viene a ensuciarles sus playas de lujo, en vez de mirar la tragedia que hay detrás. Si en vez de inocular tanto recelo en la población, los políticos se dedicaran a poner sobre la mesa soluciones, como ayudar a que se desarrollen convenientemente a los países de origen de los que llegan en pateras, quizá Abramovic pudiera dedicarse a hacer arte, que es lo que seguramente querría.