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Cuando Eric Clapton vestía de Armani y ya vivía sin alcohol

La extensa reedición del disco en directo «The Definitive 24 Nights» recupera una etapa del músico caracterizada por la sobriedad a todos los niveles y por su gusto por exhibir ropa de diseño
Guitar legend Eric Clapton plays his 1986 pewter Fender Stratocaster
Guitar legend Eric Clapton plays his 1986 pewter Fender StratocasterTERRY O'NEILLAP
La Razón
  • Alberto Bravo

    Alberto Bravo

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La imagen de Eric Clapton a principios de los 90, cuando se ubica esta historia, era la de un músico lustroso, vestido con caros trajes de Armani sobre el escenario y presentando una sobriedad muy alejada de lo que en realidad había sido su turbulenta vida y obra durante las décadas anteriores. Las fotografías y vídeos de aquella época son el testigo visual mientras que el documento sonoro se recupera ahora en «The Definitive 24 Nights», tres discos que amplían el original de dos lanzado en 1991 y que exponen lo que era entonces un hombre rehabilitado para la causa del éxito masivo.
Ningún neófito habría adivinado entonces lo que en realidad había sido una vida trágica –y lo seguiría siendo– que comenzaría con una infancia ausente de padre infiel, desafección, falta de autoestima crónica, adicción a todo tipo de sustancias incluida la heroína, alcoholismo, infidelidades y muchas más cosas. Como en tantos otros casos, la música y la carretera fue al mismo tiempo problema y solución. Fue increíble cómo pudo sobrevivir esta fuerza de la naturaleza, pero tantos excesos y decepciones le acabaron pasando factura. Entraría en la década de los 80 como un músico acabado comercialmente y lleno de problemas que solucionar en una vida personal caótica y desestructurada. Al tiempo, varios discos insulsos enterraban su reputación como músico.
El 13 de julio fue el «día de la resurrección» para muchos artistas. Fue el día del famoso Live Aid. Clapton era uno de los invitados y recuerda cómo vivió las horas previas, «con ansiedad, angustia y miedo». Luego saldría a escena a ofrecer un breve set de tres canciones («White Room», «She’s waiting» y, cómo no, «Layla») y se salió. Aquello le volvería a situar en el mapa artístico y le ayudaría a dejar atrás parte de su legendaria inseguridad. Pero su vida personal seguía siendo un caos.
Durante su existencia, había seguido un camino ciertamente habitual entre los músicos. Por este orden: anfetaminas, LSD, cocaína, heroína, nuevamente cocaína y finalmente alcohol para «desengancharse» de las drogas duras. Y a ello sumaría en los 80 una incontinencia sexual que tampoco se esforzaba en disimular, con algún que otro hijo ilegítimo incluido. Una de sus aventuras le llevó hasta la modelo italiana Lory Del Santo, quien le aficionó a los trajes de Armani y de diseño. También quedó embarazada. Era 1986 y su mujer, Patti Boyd, dijo basta. La ex esposa de George Harrison e inspiradora de «Layla» no pudo aguantar más y emprendería unos trámites de divorcio que se consumarían en su posterior divorcio.
A medida que iba abandonando la bebida, Clapton ingresaría en el «mainstream» de la música. Sus grabaciones seguían siendo malas, pero su popularidad era creciente y las giras se sucedían. También los eventos benéficos, donde no solía faltar. Se dejaba ver en escena con multiventas como Mark Knopfler, Lionel Richie, Elton John, Phil Collins, Tina Turner y todos los «dinosaurios» que por entonces habían regresado a la senda del éxito comercial. Sus discos seguían siendo mediocres, pero la gente quería seguir oyendo su guitarra y viendo su presencia en directo. Y también él se apuntaría a una de las modas del momento, la edición de una caja retrospectiva de su obra que llamaría «Crossroads» y que vendería muchísimo.
«Journeyman», de 1989, sería el disco con el que regresaría a las listas, un álbum lleno de remiendos y sin una idea estilística prioritaria, y que curiosamente tenía en un viejo tema blues de Ray Charles, «Hard times», su mayor punto de inspiración. Era un perfecto resumen de quién era entonces Eric Clapton, un tipo que había llevado la sobriedad incluso a su forma de tocar. Ya no exhibía la explosividad, el riesgo y el temperamento de antaño, sino que se presentaba como un músico pulcro y limpio. Él mismo hablaría de su evolución como guitarrista: «Creo que a medida que envejeces, tienes más respeto por tu instrumento. Además, al vivir un tipo de vida diferente y no estar en las drogas o la bebida ahora, mi enfoque ha regresado a los aspectos serios de lo que hago como guitarrista y tratar de mejorar eso sin exagerar».
Tras recorrer el mundo con conciertos por todas partes, desde África a Japón, Clapton decidió encerrarse durante cerca de un mes en el Royal Albert Hall para dar una serie de conciertos. Inauguró esa tradición en 1987, pero nunca fue tan lejos como en 1990, con unos recitales que ordenó por diferentes temáticas: shows con una banda básica de cuatro miembros, otros con una banda de nueve, varios consagrados a la interpretación del blues y, más sorprendentemente, otros tres con una orquesta sinfónica. Varios cortes se recopilaron en el álbum «24 nights» –que añadía grabaciones de otros conciertos en el Albert Hall de 1991– y que ahora encuentra la versión expandida con «The Definitive 24 Nights».
La reedición muestra lo que entonces era Clapton, un músico sobrio en todos los sentidos, un hombre más preocupado por el sonido y la correcta ejecución antes de entregarse a la exploración y el riesgo, esa facultad que tantos músicos han ido perdiendo con los años, esa sensación de llegar a un sitio peligroso y desconocido del que puedes salir magullado o triunfante. Clapton iba a por lo seguro a riesgo de no provocar excitación. Ni siquiera en sus noches de blues.
Sin embargo, a Clapton le hizo mucho bien aquello porque le ayudó a reconducir su vida a todos los niveles. Y todo parecía ir bien y seguro hasta que se produjo aquella horrorosa tragedia del 20 de marzo de 1991, cuando su hijo Conor, producto de la relación con Lory Del Santo, falleció a la edad de cuatro años al caerse por la ventana abierta de un dormitorio situado en el piso 53 de un edificio de apartamentos de Manhattan mientras jugaba. La enésima tragedia de su vida, la peor de todas.
Lo impresionante fue cómo aceptó Clapton aquel suceso, el más horroroso imaginable, y cómo salió adelante, con un coraje que nunca había mostrado en sus muchas vidas anteriores. Compondría «Tears in heaven», un impresionante éxito mundial, al que sucedería la icónica grabación de su «Unplugged» de 1992. Fiel a su inseguridad, Clapton no quería publicar ese disco al considerar que era un álbum «lleno de fallos», pero acabaría dando su brazo a torcer para al final consagrarse como su mayor éxito comercial: millones de discos vendidos y seis Grammys, incluyendo el mejor álbum del año. Así resumiría Clapton su enésimo renacimiento: «Muchas veces me pregunto: ‘‘¿Por qué yo? ¿Por qué he sobrevivido?’’. Y tengo que observarlo como algo positivo, he sobrevivido a todas estas cosas y por lo tanto tengo algún tipo de responsabilidad para mantenerme creativo y no regodearme en la mala suerte».
►Clapton lleva años anunciando un final de sus giras que nunca acaba de producirse. Lo lleva en la sangre. Y a sus 78 años se resiste a abandonar, corrigiéndose a sí mismo y anunciando cada tanto conciertos, como los que tiene programados en septiembre en EEUU. En 2016 admitió que padece neuropatía periférica, una enfermedad que tiene como consecuencia la debilidad muscular, la falta de sensibilidad y el hormigueo en los pies y en las manos, así como pérdida de equilibrio y coordinación. Es obvio que la dolencia ha mermado su técnica y capacidad para recorrer los trastes de su guitarra. Muy atrás quedaron aquellas ejecuciones de vértigo que contrastaban con su enigmático apodo de «Slowhand», mano lenta, algo que nunca se refirió a su velocidad. No hasta ahora.

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