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Novela río del rock

La Razón

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Los yanquis acuñaron el término «gran novela americana», que en su mente quiere decir «gran novela universal», y después lo exportaron. Aunque vivas en Hong Kong, tú también quieres escribirla. Es un virus. Es tiempo de reconocer que uno de los que consiguieron domar a tan extraño engendro (Junto con Miller, Steinbeck, Faulkner, MacCarthy, etc) fue un pequeño judío de Duluth, Minnessotta, que empezó componiendo miniaturas folk y tocando temas tradicionales en tugurios del «Village». Lo que ha tejido Dylan desde aquel lejano 1962 sería una epopeya homérica, de no ser por su espíritu marginal y por la cantidad de transgresiones futuristas que contiene. De no ser porque, dinamitandolas normas de su tiempo, ha inventado formas nuevas de contar y de pensar.
Su discografía debe ser «leída» como una gran novela de experiencia, como un enorme esfuerzo confesional. Muy pocas veces surge un escritor que sea capaz de encarnar todas y cada una de las fases de una vida sin perder fuelle. De ser, con justeza, casi todos los hombres que habitan en uno. Dylan fue el rebelde político supremo, a la cabeza de un pelotón al que luego abandonó, cual «Judas», sin mirar atrás (como bien indica el título del genial documental de D. A. Pennebaker «Don’t look back»). Y poco después fue la anfetamina viviente que invocó el rayo de la trilogía ácida, incorporando a Baudelaire, Rimbaud y compañía para iluminar con neón una américa fantasmagórica y alucinada, pero mucho más cierta que la oficial. Pero fue también el hombre de familia que grababa humoradas geniales en el sótano («The Basement tapes»). En los setenta acuño una especie de prerrafaelismo indómito y esotérico en discos como «Desire» y «Street Legal», donde la mística de «Isis» o «Sixteen years» se confrontaba con picos narrativos hiperrealistas (fueran fieles a la historia o no) como «Hurricane» o «Joey». Después, atravesó sus crisis religiosas sin dejar de dar fe vital en clave gospel. Y finalmente renació, por enésima vez, tras retornar a la tradición con dos discos sobresalientes de versiones, un amago genial («Oh Mercy») y un pico crepuscular jamás superado («Time Out of Mind»), encarando finalmente la madurez otoñal por la que hoy transita.
La magia de esa «novela río» del Rock&Roll, como pasa con todas las grandes, es que uno empieza a leerla pensando que habla de otro, y a mitad de transcurso se encuentra arrastrado por la corriente y comprendiendo que habla de uno mismo. Es magia pura, en el sentido profundo. En el «strip tease» de Dylan es uno el que acaba despellejado; es uno el que está siempre en riesgo de encontrarse. En su delta literario de cinco décadas los enfoques mutan permanentemente, pero los motivos son revividos de modo obsesivo, en venas temáticas que van adquiriendo caudal; ya sea con las canciones de venganza sentimental («Queen Jane», «Idiot Wind», etc), de dolor íntimo (Todo el definitivo «Blood on the Tracks», para empezar), de bíblica construcción del contramito americano («Hard Rain», «High-water», «Señor») o de simple, puro, glorioso y renovador desbarre. El Nobel lo caza tras una de sus mejores etapas, cerrada con «Tempest», capaz de en un puzzle único e integrador. Cuando Dylan canta hoy «Highwater» uno está asistiendo a una prodigiosa síntesis de tradiciones y a una clase de historia ácrata. Desde el origen de la música afroamericana, pasando por los patios de atrás del siglo XX y llegando a un hoy espectral y amenazador. Cuando Dylan canta «Things have changed» y destroza con ironía feroz su viejo «The Times They Are A Changing», juega con su propia historia, que ya es la de su tiempo y la nuestra. Mitología eléctrica a la contra, ha acabado estando en las venas mismas de la época. Desde siempre hasta hoy. Desde Homero hasta Alicia Keys.