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El punk ahora se escribe desde la derecha

Hoy escandaliza decir que hay lugares a los que no renunciamos; ante otros que se aceptan por todos como dogma intocable pese a ser absolutas majaderías
El punk ahora se escribe desde la derecha / Isabel Díaz Ayuso, principal símbolo de la derecha, en una taberna madrileña
El punk ahora se escribe desde la derecha / Isabel Díaz Ayuso, principal símbolo de la derecha, en una taberna madrileñaALBERTO R. ROLDÁN

Madrid Creada:

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«He visto cosas que no creeríais», escribe Esperanza Ruiz, «personas que van a tomar un café y no le hacen una foto» para subirla a las redes sociales. No es nostalgia de cuando la vida íntima no era un espectáculo público para conseguir «likes», sino la denuncia de que vivimos un tiempo de enorme superficialidad en el que la imagen e internet han sustituido el ser y la sabiduría, y en la que el hedonismo, la búsqueda insaciable del placer, es el motor de la vida. Es un tiempo en el que renegar del pasado, destruirlo, hacerlo añicos, es la moda. Es la cultura de la cancelación como arma de destrucción masiva. El conjunto desarraiga al ser humano, aferrado solo a identidades artificiales que surgen del sistema, con la promesa de un futuro paradisíaco al que nunca llega.
Ha llegado la hora, sostiene Rodrigo Gómez Llorente, director de «Revista Centinela», de afirmar que existen «cosas sagradas» dignas de ser defendidas. Es el momento, prosigue, de decir públicamente que hay formas y lugares que amamos a los que no estamos dispuestos a renunciar, y otros que acepta todo quisqui como dogma intocable y que son absolutas majaderías. ¿Esto escandaliza? Sí, claro. Por eso estos conservadores se consideran punkis, los nuevos Johnny Rotten, el cantante de Sex Pistols, diciendo verdades como puños que sorprenden y remueven conciencias. Es la derecha punk, agrupada en España en torno a una publicación de orfebre, casi de taller medieval, disponible en internet, llamada «Revista Centinela».
Rodrigo Gómez ha reunido a sus vigilantes para compilar un libro imprescindible sobre el instinto conservador. No hablamos de tuiteros «enragés» dedicados a dar «zascas» y poner memes. Es un grupo de periodistas y escritores que analizan el presente tomando a filósofos conservadores, desde Burke a Roger Scruton, pasando por Rusell Kirk, Oakeshott, Lasch y Reno, sin dejar en el olvido a Chesterton y Tolkien. Los autores desnudan la naturaleza distópica de la utopía progresista, y eso escandaliza, me cuenta Enrique García-Máiquez, porque es contar que es «una fraternidad sin Padre, una igualdad sin deberes y una libertad sin responsabilidad», y escuece, claro. Pero les está fallando, anuncia el poeta y columnista. Por eso «están en un tris de hacer un Muro de Berlín, para que no podamos escapar de su utopía».
Al transitar por los capítulos de «Ser conservador es el nuevo punk» (Esfera de los libros, 2023) uno imagina el colapso que el libro puede producir entre el rebaño que no se complica la vida y repite el decálogo del buen progresista, que diría hoy Carlos Rangel. Y empiezan por la defensa de lo local como instrumento de arraigo y de conservación de costumbres cívicas, de la cultura, el paisaje y lo bueno del pasado, que no es ser un «neorrancio» o un «rojipardo», como gusta insultar la izquierda, sino un derecho.
Viñeta de Tanaka para la Contracultura del 18 de junio de 2023
Viñeta de Tanaka para la Contracultura del 18 de junio de 2023TANAKA
Ya contaba Roger Scruton en «Filosofía verde» (Homo Legens, 2021) que el conservacionismo es mejor que el ecologismo porque no implica ingeniería social de personas ajenas al campo. Pero no son solo los arbolitos y las praderas, como señala Carlos Hernández en el capítulo «Recuperar lo local», sino los barrios de las grandes ciudades. En su opinión se acabó con el pequeño comercio, aquel en el que te conocían como «el hijo de la Paca», para convertirse en lugares inhóspitos donde los habitantes prefieren el supermercado anónimo y el «gimnasio boutique». La consecuencia es el aislamiento, la soledad y la falta de arraigo porque los barrios son intercambiables y carecen de personalidad.
El desprecio al «pegamento social» de lo cercano y conocido está muy relacionado con el desmoronamiento de la comunidad en favor del individualismo y las identidades sexuales como nuevo lábaro de la modernidad. Es así que Esperanza Ruiz, columnista y autora de «Whiskas, Satisfyer y Lexatin» (Ediciones Monóculo, 2021), sostiene, para escándalo de la progresía, que vivimos en un «matriarcado con hijos déspotas». Por supuesto. Hablamos de una generación que llega a la Universidad creyendo en el derecho a la felicidad y, por tanto, a eliminar todo aquello que les incomoda. Son personas que en su adultez sustituyen a mamá por el Estado para que les proporcione todo. De ahí que haya políticos, me dice Esperanza, que les prometen la felicidad. «Es siniestro», sentencia.
"El punk era esto", por Rebeca ArgudoTampoco es nada nuevo, no nos pongamos estupendos. El ir a contracorriente, rebelarse ante lo impuesto por narices, incluso en los casos en los que se está de acuerdo pero se percibe ese pretender acallar, como sea, toda disidencia. Por mínima que esta sea. Hay una viñeta de Mafalda que explicaría perfectamente el fenómeno: Libertad pasa junto a un cartel que indica que está prohibido pisar el césped, se aleja pero vuelve. Pisa el césped. En la última imagen, puño en alto, Libertad grita que “malditas las ganas que tenía de pisarlo, pero me enferma que me estén diciendo que no haga lo que ya sé que no debo hacer”. Y eso es lo que está pasando: que una izquierda que ha logrado la consolidación de grandes conquistas y avances de nuestra sociedad, que ni la derecha más radical discute ya, se dedica, muy San Jorge jubilado, a enzarzarse en batallas hiperbólicas tratando de resolver problemas ya resueltos y vendernos como nuevos derechos que ya disfrutábamos, mientras olvida las cuestiones reales que requieren solución. Ignoremos al dragón y matemos lagartijas a cañonazos. Lo que no esperaba, imagino, esta izquierda acomodada en la superioridad moral y la hegemonía cultural, es que surgiesen voces desde la derecha preparadas para la disputa, con argumentos y datos, respondonas. Y, todavía más desconcertante, con sentido del humor. Mientras la izquierda progresista cada vez es más iracunda y totalitaria, una derecha contracultural se ríe de ella y sus mohines en su cara. Se ha sacudido los complejos y por fin ha entendido la importancia de esa pluralidad política que nuestra Constitución propugna y ampara como valor superior. Y mientras aquella abronca continuamente al ciudadano y le señala por dónde debe andar y qué debe pensar, desde el otro lado se le recuerdan sus libertades y la importancia de defenderlas. Y ante eso, ante ciudadanos conscientes de que no hay una obligación moral de servidumbre, la izquierda acomodaticia se revuelve, inquieta, en su trono mientras grita, “ola reaccionaria”, “alerta fascista”, “que viene el lobo” y “penitenciagite”. ¿Cómo no va a ser punk, por lo tanto, ser conservador hoy en día? Y no solo conservador. Cualquier cosa que no caiga en esa deriva woke (tan tardoadelescente, tan adanista, tan tuitiva, tan desilustrada) es punk y reaccionaria. Pero es que lo reaccionario siempre ha sido la defensa de las libertades frente a quien las ataque, se trate de quien se trate. Aunque sea la izquierda.
La masculinidad está penalizada. Lo moderno es lo femenino. Ser mujer es más importante para la sociedad que ser inteligente o eficaz. El hombre ha quedado como presunto culpable y anticuado, al tiempo que mero proveedor de alimentos y ocio para la prole o quien sea. «La familia tradicional» es un estigma social, sostiene Jaime Revès, que se confiesa creyente y padre de familia numerosa. «Mi forma de pensar [y vivir] desentona». Revès se queja: la tradición se toma como un pasado que hay que hacer añicos, y la familia «de toda la vida» es algo a destruir, o al menos diluir. Si la familia es una unidad básica y natural, base del derecho de propiedad, y por tanto del capitalismo, ¿cómo no va a querer la izquierda su liquidación? Es aquí donde Revès habla de la ideología de género como palanca de transformación, que, como escribió Zemmour en «El primer sexo» (Homo Legends, 2020), procede de un feminismo incapaz de escapar de sus «demonios totalitarios».
Arrinconados por los profetas del progreso, vivimos en una «abdicación de la autoridad» intelectual y moral, como contó Christopher Lasch en «La cultura del narcisismo» (Capitán Swing, 2023). Se equipara opinión a conocimiento y el número vence a la calidad. La belleza en la cultura ha dejado paso al adoctrinamiento y a la mediocridad, nos cuenta Jaime Cervera. Es mejor alimentar el ego con «likes» en las redes que leer filosofía. La gente prefiere sentirse mejor a ser mejores. Lo explica Marisa de Toro en su capítulo «Alimentar el espíritu». Los padres buscan el reconocimiento social, el propio y el de sus hijos, haciendo que estos hagan una carrera técnica. Estudiar «humanidades» estigmatiza. Y eso después de pasar por la mano de los pedagogos, empeñados en formar ciudadanos «como churros», en lugar de personas. Leer buenos libros, me cuenta Marisa, se ha convertido en un acto de resistencia, de hostilidad abierta contra el sistema. Sentarse en un parque y abrir un libro es la verdadera guerra de guerrillas, y más si es con este de «Revista Centinela».