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Resurgir de las cenizas también nosotros

larazon

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Las impactantes imágenes de la catedral de Notre Dame de París ardiendo en la tarde noche del lunes santo quedarán para siempre en nuestro recuerdo. Todos hemos disfrutado de su esplendor de un modo o de otro. Al entrar en la catedral o al contemplarla desde fuera hemos cultivado nuestra sensibilidad y nuestra espiritualidad. Su belleza nos hace preguntarnos, quizá hoy con más fuerza, por la grandeza del espíritu humano y por la Belleza que en este templo se revela.
Las cenizas que deja su incendio hacen pensar en la destrucción total, en la aniquilación. Parece que tras las cenizas no pudiera resurgir nada. Sin embargo, nuestra experiencia humana es que la vida siempre recomienza, siempre hay una nueva oportunidad. Lo vemos con esperanza en un bosque quemado en el que vuelve a brotar la vida, siempre con esfuerzo. Es también la experiencia que se expresó en el mito clásico del ave fénix, que volaba hasta el sol, lleno de belleza para consumirse allí y volver a renacer de sus cenizas. Es la experiencia que supo expresar con profundidad Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido: «El que tiene un porqué vivir encuentra casi siempre el cómo» porque el sentido de la existencia no se inventa, sino que se descubre.
La experiencia cristiana también es así. Hace unos días, en el llamado Miércoles de ceniza, recibíamos ésta como signo de la finitud de la vida. Pero esa finitud no se queda en un ciego destino. La ceniza representa para nosotros, por un lado el recuerdo de la fragilidad de esta vida y su condición mortal –«recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás»–y por otro, la llamada a comenzar una vida nueva –«conviértete y cree en el Evangelio»–, a resurgir de las cenizas para construir una vida más humana orientada hacia el amor de Dios, ahora y en su horizonte final, y que en nuestra peregrinación en la historia se ha de expresar en el amor a los hombres. Si en el origen el barro recibe el aliento que da vida, es posible un nuevo inicio si de nuevo dejamos que ese aliento, soplo divino, restaure y regenere nuestro barro quebradizo.
Solo un aliento compartido ha hecho surgir a lo largo de los siglos un pueblo con capacidad de generar una cultura y espléndidas obras culturales: templos, imágenes, música, etc. Surge así un patrimonio del que nos sentimos orgullosos y responsables. El estremecimiento compartido ante las llamas destructivas quizá no haga caer en la cuenta del misterio de transcendencia y comunión que guarda una catedral. El patrimonio religioso es algo más que un bien cultural o un reclamo turístico, es una presencia visible del misterio invisible. Por eso su cuidado reclama algo más que un esfuerzo económico que sin duda hemos de hacer. Pide no olvidar su origen, fundado en la fe y esperanza de un pueblo que comienza una obra que sabe no va a ver concluir, y su horizonte, que es la transcendencia. La aguja de Viollet-le-Duc, que se alzaba a 93 metros del suelo, era un buen indicador de esa perspectiva.
De las cenizas de parte de Notre Dame surgirá una nueva catedral. El espíritu humano no se puede permitir menos belleza en este mundo tan necesitado de ella. Las instituciones, la Iglesia, la sociedad, las personas, contribuirán a que resurja en todo su esplendor. Será necesaria la colaboración de todos, pues nuestra experiencia dice que con muchas pequeñas y algunas grandes colaboraciones el patrimonio se sostiene, se llena de vida, sirve al culto y a la cultura, configura un patrimonio espiritual y un patrimonio material. En nuestro país, el esfuerzo colosal de la Iglesia en su sostenimiento encuentra también, como debe ser, el apoyo de las instituciones, de las administraciones públicas, y el de miles de personas anónimas que con pequeños gestos sacan adelante la restauración y el mantenimiento de innumerables bienes espirituales y artísticos de valor incalculable. Sabemos bien que el edificio de piedras, dedicado solemnemente al culto y a la acogida, es una imagen del pueblo de piedras vivas que está en el origen y en el sentido de los templos. Son esos templos en los que el pueblo, en permanente edificación, se congrega para alabar la presencia del Misterio y acoger la Gracia que congrega, edifica y restaura.
Secretario General de la Conferencia Episcopal española