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Festival de Berlín

Steven Spielberg se baña de oro en la Berlinale

Con «Los Fabelman» en cartelera y nominada a los Oscar, el icónico cineasta recibió ayer el Oso de Oro a toda su carrera

Berlín es el único festival internacional que le quedaba por conquistar, aunque fuera en plan honorífico. Steven Spielberg, que, después de ganar el premio al mejor guion en Cannes por «Loca evasión», decidió que su cine competía en otra liga, y que no tenía ningún sentido vestir la misma camiseta que jugadores que procedían del Babel del cine de autor, recibió ayer el Oso de Oro a toda su carrera en la 73ª edición de la Berlinale.

En 1993, Venecia le concedió su León de Oro de honor en un momento dulce de su filmografía, el año que estrenó «La lista de Schindler». En 2015 Cannes le convenció para que presidiera el jurado oficial. Y ahora, a tres semanas de los Oscar, y con «Los Fabelman» en cartelera y nominada, parece oportuno que la Berlinale decida premiarle, ahora que ha abierto en canal su biografía y no tiene en cartera ningún proyecto como director (aunque está en la producción ejecutiva de una miniserie para HBO basada en el guion original de «Napoleón» de Stanley Kubrick).

No hay muchos cineastas de su talla que decidan alargar espontáneamente una rueda de prensa con esa sonrisa tan americana en sus labios. A estas alturas del partido, y después del exorcismo personal que ha supuesto «Los Fabelman», está preparado para recapacitar. Él, que confiesa haber hecho cine como un «tren bala», también sufrió la ansiedad de la pandemia, que le sirvió para enfrentarse con «la idea del envejecimiento y la mortalidad». «No pienso en el cine como una terapia, porque la mayoría de las decisiones que tomo no obedecen a una estrategia, son decisiones que no entiendo desde la razón», explicó. «Es obvio, en todo caso, que cualquiera que se dedique a algo creativo trabaja con el subconsciente, y los traumas siempre salen a la luz. Estoy seguro de que nunca hubiera dirigido una película como “El imperio del sol” si antes no hubiera vivido como un trauma el divorcio de mis padres».

Un niño salvaje

Si hay un cineasta que ha sabido dialogar con la infancia, entenderla como espacio de significación vital y onírica, ese ha sido Spielberg. Ayer confesaba que aún conserva intacto el niño que lleva dentro y que «el entusiasmo con el que empecé a hacer cine es exactamente el mismo». Recordaba que el primer director que le aconsejó trabajar con niños fue François Truffaut, que participó como actor en «Encuentros en la tercera fase». «Era un niño de corazón, un niño salvaje, como el título de uno de sus más célebres filmes. Acababa de rodar “La piel dura”, y él reconoció en mí la misma energía», evocó. «Si hay algo que tienen en común mis películas, no importa lo mucho que me haya dejado la piel, es la sensación de juego que emana de ellas».

Como demuestra «Los Fabelman», el cine fue una enfermedad que Spielberg contrajo desde que tuvo uso de razón. Recordaba que, en una ocasión, sus padres no le dejaron ver un western que consideraban demasiado violento para un niño de nueve años. «Eso ocurría un viernes por la noche. Al día siguiente, tomé prestadas unas monedas y me escapé al cine a solas. La película se llamaba “Centauros del desierto”». No es extraño, pues, que John Ford ocupe un lugar central en «Los Fabelman», abriendo la etapa formativa de un Spielberg que, con dieciséis años, aprendió que el secreto está en el horizonte. ¿Qué consejo le daría a un joven aspirante a cineasta? «No le diría: ¡lárgate de mi oficina!», bromeó imitando la típica brusquedad fordiana con la que despidió su encuentro. «Les diría que siempre trabajen con un buen guion sobre la mesa. El público recuerda las buenas historias, no los buenos planos».

Edipo y los marionetistas

En las bruscas elipsis de «Music» la alemana Angela Schanelec está recreando el mito de Edipo mientras redime su dimensión trágica a través de la música (del barroco al hermoso folk canadiense). Para Schanelec las omisiones son más narrativas que el propio relato, de modo que el espectador deberá descifrar los signos que, dispersos en planos dilatados, organizan un discurso que mezcla el automatismo bressoniano con los protocolos del «slow cinema». Hay demasiada opacidad en el primer tramo de la historia, pero la atmósfera del filme es tan extraña y misteriosa que acaba por seducir. Por el contrario, en «Le grand chariot», la vida discurre por corte, rápida e imprevisible. Es una bella película testamentaria, en la que el francés Philippe Garrel parece despedirse del cine defendiéndolo como un asunto de familia. Ahí están sus hijos, que interpretan a una «troupe» de marionetistas que afronta su arte desde el cariño y la empatía, y acepta la disolución del proyecto en común cuando la muerte ataca sus cimientos. El futuro es lo que importa: Garrel celebra su funeral anticipado bendiciendo su herencia.