Festival de Cine de Berlín

Lois Patiño nos enseña a ver con los ojos cerrados

El cineasta gallego presenta «Samsara», una película con dos partes que presenta la posibilidad de reencarnarse dentro de la sala de cine

Una imagen de "Samsara", de Lois Patiño
Una imagen de "Samsara", de Lois PatiñoLa Razón

En las religiones hinduistas, el Samsara es un término en sánscrito que explica el ciclo de la vida, que siempre termina en un renacimiento, en una reencarnación. «Samsara» es el título de una bella película de Lois Patiño, que ayer competía en la sección Encounters de la Berlinale, y que quiere hacer visible ese viaje espiritual partiendo de la propia materia del cine como cuerpo que muere y resucita, siempre de otra forma. Si, hasta el momento, el cine de Patiño se había preocupado de investigar el mito de la Galicia entendida como tierra de espectros, hechizada por la muerte, desde «Sycorax» (situada en Las Azores), «El sembrador de las estrellas» (en Tokyo) y «Samsara» (en Laos y Zanzíbar) ha ampliado su campo de trabajo más allá de la Costa da Morte para tejer ese hilo invisible que nos une con otras religiones y tradiciones culturales que también necesitan protegerse de su ansiedad hacia el vacío de la nada. «Siempre he sido muy viajero, y sentía la necesidad de cumplir una fantasía adolescente, que era aproximarme al cine antropológico de Jean Rouch, quizás con un acento más sensorial, a lo Vittorio de Seta. Quería romper con la homogeneidad de la cultura occidental que domina nuestras pantallas, continuando con la exploración de las culturas minoritarias, que pueden enseñarnos a ver la vida desde otras perspectivas», explica Patiño. «En “Costa da Morte”, exploraba la distancia en el cine, en “Lúa Vermella” la inmovilidad de los personajes en el paisaje, y ahora me preocupaba lo invisible. Quería hacer una película para ver con los ojos cerrados».

Reencarnarnos en el cine

¿Cómo ver con los ojos cerrados? Si seguimos el consejo de Patiño, gracias a un sofisticado diseño sonoro, la bisagra central que separa las dos partes de «Samsara» se construye en la mente de cada espectador. La generosidad de la película consiste en potenciar la subjetividad de la reencarnación: el universo sónico de esa transmigración de almas parte, por un lado, de la descripción del más allá del «Libro de los Muertos» tibetano y, por otro, de ecos de posibles vidas que nos tientan para reencarnarnos. Sin embargo, este crítico recomienda ver la película dos veces, la segunda desobedeciendo a Patiño: lo que se encontrará es un carnaval de luz y color estroboscópico, no apto para epilépticos, que es puro cine sinestético, una experiencia sensorial que hay que disfrutar en pantalla grande si los ojos resisten. Los referentes del gallego proceden, cómo no, del cine experimental: el cine pintado y las imágenes hipnagógicas de Stan Brakhage, el trabajo con las atmósferas lumínicas del artista James Turrell y, por supuesto, el «Blue» de Derek Jarman, «con esa pantalla que tiñe de azul a los espectadores».

La osadía de «Samsara» es extraordinaria: allí donde Apichatpong Weerasethakul identificaba las reencarnaciones de sus películas divididas («Tropical Malady», «Syndromes and a Century») con un fundido a negro o con varios cortes («El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas»), Patiño se atreve a representar ese intervalo entre imágenes, que es lo que separa la vida de su imprevisible réplica. Es inevitable citar la obra del cineasta tailandés, que impregna una película que, por otra parte, es la más narrativa de Patiño: «La propia arquitectura del lugar te evoca a Apichatpong. Las plataformas de los ríos, las mosquiteras de colores… La cuestión de lo espectral; la naturalización de lo fantástico y la muerte; la presencia de los durmientes, de los que sueñan; el poso de la temporalidad…», reflexiona.

Y la propia estructura del filme, dividida en dos partes, una situada en Laos, en una escuela de monjes budistas, y la otra en Tanzania, en una comunidad de mujeres que trabajan en granjas de algas. «Intenté buscar el mayor contraste posible entre las dos partes de la película», explica. «Laos no tiene mar, Zanzíbar sí. Un país es budista, el otro es musulmán. El primer segmento es muy masculino, el segundo es muy femenino. Fui generando choques, pero sin renunciar a crear ecos, rimas entre ellas». Incluso utilizó dos directores de fotografía distintos para que «la manera en que observábamos la realidad también mutara». En el capítulo de Laos se satura el color para provocar una sensación de extrañamiento en la mirada mientras que en el de Zanzíbar «todo es más matérico, más táctil, y rompe con el antropocentrismo». No hay lugar para lo exótico en una película que busca quitar la piel muerta de la experiencia del espectador.

Maternidad desde el conflicto

«Sica», que ayer se presentaba en la sección Generation14, también arranca de una exploración antropológica, que nace de una fascinación de su directora, la catalana Carla Subirana («Nedar», «Volar»), por el paisaje de la Costa da Morte, y de las historias que surgen de sus habitantes. Partiendo de una metodología propia del documental, espigando relatos y personajes reales que luego formarán parte de una ficción, Subirana crea una película meteorológica, donde la fuerza de los elementos se alía con la de las emociones. La Costa da Morte tiene en su nómina más de seiscientos naufragios: en uno de ellos, el padre de Sica (Thais García) desaparece, y eso pone en crisis la relación que tiene la adolescente con su madre (Núria Prims) en el marco de una Naturaleza que sirve a la vez como fuente de alimentos y como tormentosa amenaza de muerte. Resulta cuando menos curioso que «Matria», que se presentó en Panorama hace un par de días, y «Sica» aborden la maternidad desde el conflicto, pero también desde la reconciliación. «En “Sica” hay dos madres», explica Subirana. «La primera es la madre que Sica tiene que reubicar en el centro de su vida después de mitificar la figura ausente del padre. La segunda es la Naturaleza, que está por encima de todos nosotros, la que nos hace insignificantes, que representa ese paisaje gallego». El ruido de la mar, que en Galicia siempre se conjuga en femenino, y el misterio que las olas anidan en su espuma, con las voces de los muertos hablando desde sus profundidades, configuran la magnética atmósfera de este cuento mágico.