Opinión

Medalla de oro en sportswashing

El blanqueo de regímenes totalitarios mediante el deporte tiene en el Mundial de Qatar un ejemplo de manual

Qatar 2022
Qatar 2022Alberto EstevezAgencia EFE

Avisa la superioridad de que nos veremos a menudo por aquí hasta las vísperas del solsticio y uno querría, además de mostrar el agradecimiento y la perplejidad por tan inmerecida confianza, comenzar con una advertencia: procuraremos, en la medida de lo posible, limitar los comentarios sociales o geopolíticos en cuanto Morata, Messi, Benzema y consortes empiecen a meter goles. Antes de que se empiece a jugar, sin embargo, es perentorio al menos dejar constancia del oprobioso camino que ha transitado la FIFA hasta que, hace más o menos un decenio, culminó un largo proceso de pudrimiento vendiéndole el Mundial a una satrapía intragable.

Joao Havelange fue un antiguo nadador olímpico brasileño que se sentó en el trono del fútbol a mediados de los setenta y, de la mano de un espabilado ejecutivo suizo, Sepp Blatter, convirtió a la vieja federación decimonónica en una multinacional. Con la concesión del Mundial de 1978 a la criminal dictadura de las juntas militares argentinas –los presos torturados en la siniestra ESMA escuchaban desde sus mazmorras la algarabía de los aficionados en el Monumental de Núñez, donde se celebró la final–, el dúo puso a la institución al servicio del «sportswashing», dícese del blanqueo de regímenes totalitarios mediante el deporte, que han practicado todos los tiranos contemporáneos, desde Mussolini a Putin.

El emirato de Qatar es una protuberancia de la Península Arábiga gobernado desde mediados del siglo XIX por la familia Al-Thani, unos antiguos comerciantes de perlas a quienes sus inmensas reservas han convertido en reyes absolutos, en el sentido medieval del término, de la nación con la renta per cápita más alta del mundo. A principios de este siglo, su dinero comenzó a atraer grandes competiciones deportivas para que el emirato marcase un perfil propio ante la vecina Arabia Saudí: pura propaganda, en suma. Con el tiempo, acogió mundiales de balonmano (2015), ciclismo (2016) y atletismo (2019), pero faltaba el gran evento.

Mohamed Bin Hammam, súbdito qatarí y presidente de la Confederación Asiática de Fútbol, fue el hombre del emir en FIFA que logró comprar los votos del comité ejecutivo que llevaron el Mundial hasta el desierto. Según denuncia de una antigua empleada, Phaedra Almajid, el precio osciló desde el exiguo millón de dólares con los que sobornó a los votantes africanos hasta los más de seis millones de euros que invirtió el Ejército de Qatar en unos aviones de combate Rafale, de fabricación francesa, para que el presidente Sarkozy forzase a su compatriota Michel Platini, poderoso mandamás de UEFA por entonces, a cambiar su elección inicial, Estados Unidos, por esta pequeña nación del Golfo Pérsico.

De las condiciones de trabajo de los obreros que han construido los estadios, del número de caídos y de las peculiaridades sociales del régimen que gobierna Qatar con puño de hierro, aunque le disguste a Xavi Hernández, de profesión lamedor de chilabas y adorador de babuchas por vocación, iremos hablando cuando la competición nos dé un respiro.