Tour de Francia
La eternidad de Ion Izagirre
Vuelve a tocar el cielo del Tour siete años después de ganar en Morzine y tras cabalgar 30 kilómetros en solitario
Basta echar un vistazo al palmarés más vistoso de Ion Izagirre. Más allá de la Vuelta al País Vasco, del GP Miguel Indurain, de podios y de enormes actuaciones, los triunfos en las grandes vueltas que atesora hablan por él. Empezó por ganar en el Giro de Italia de 2012, cuatro años después lo hizo en el Tour de Francia, en una etapa que acababa en la localidad alpina de Morzine y a donde llegó deslizándose sobre el piso mojado, majestuoso en la conducción de la bici, fuerte y tremendo. La última, hasta hoy, la que le faltaba, fue en la Vuelta a España de la pandemia. Otra etapa bajo el agua, condiciones extremas, día duro. Todo lo que a él le gusta para acabar imponiéndose en Formigal. Ayer, siete años después de subirse al podio del Tour lo volvió a repetir.
Once años separan la primera de sus victorias parciales en una grande de la última, la de hoy en Belleville-en-Beaujolai, a donde llegó solo tras una cabalgada de treinta kilómetros después de soltar a todos sus compañeros de fuga y destrozar al mismísimo Mathieu Van der Poel. El único que se atrevió en primera instancia a seguirlo. Once años. Entre medias está todo el trabajo que no se ve. Las largas concentraciones en altura, las carreras que van bien, otras en las que los resultados no son los que uno quiere. Y seguir. Y perseverar. La miseria que se pasa encima de la bici. En el rostro de Ion Izagirre, sobre el mentón que disimula con una mínima perilla, lleva tatuada una larga cicatriz que se pierde en el cuello.
Una huella que habla de todo eso, historias de batallas, de caídas, de guerras conquistadas a lomos de su bicicleta. De días fuera de casa, lejos de los suyos. Por eso se emociona cuando cruza la meta y suma con los dedos la edad de una de sus hijas, Iraia, que le está viendo desde su casa de Agurain donde residen, el pueblo alavés que en cuestión de segundos se convierte en una fiesta con lanzamiento de cohetes y petardos cuando Ion cruza la meta.
Iraia hoy cumple años. Otra vez el «aita» se lo ha perdido por estar corriendo el Tour. Poco tarda Izaguirre en deshacerse en la emoción. «Nos perdemos tantas cosas bonitas...», habla el padre y no el ciclista y se desploma en un mar de lágrimas por todo lo que deja atrás cada vez que sale de casa con la bicicleta en la mano. «Esta mañana la he felicitado por whatsapp y mira ahora. Esto va para ella». El regalo que Ion le hace a su hija es una gesta. Propia sólo de un ciclista como él: fuerte, raudo y eterno. Un corredor como la copa de un pino. Un ciclista que es una garantía siempre. De esfuerzo, de sacrificio por los suyos y de compromiso con lo que hace.
En este Tour lo que quería era coger la fuga buena y llevaba intentándolo días. Ayer, en la jornada más dura, lo logró. Cien kilómetros costó hacer la escapada, una locura de inicio con Pogacar y Vingegaard jugando a reventarse mutuamente. Se tienen tantas ganas que no son capaces ni de esperar al final en el Gran Colombier de esta tarde o a los Alpes, que esperan el fin de semana. Su hambre de espectáculo aceleró la carrera, descolgó a Landa y provocó caídas como la de David de la Cruz, que tuvo que abandonar el Tour entre gritos de dolor.
Vingegaard trató por todos los medios de poner calma y al final se montó la fuga que el Jumbo deseaba para tranquilizarse. Van der Poel, Jorgenson y Guerreiro del Movistar; Martin, Pinot y Benoot. Galgos poderosos. Entre ellos, Ion Izagirre. El prototipo de ciclista ideal. Ya lo decía Javier Mínguez, protagonista del último gran éxito mundialista de España. «Vaya a donde vaya siempre trataré de que los hermanos Izagirre estén en mi equipo, en mi selección». Ion y Gorka. Raudos, fuertes, profesionales hasta el final. Nada de quejas, siempre el trabajo por delante, siempre dejándose la piel.
Cuando llegó la última cota, el Col de la Croix Rosier, Ion Izagirre arranca. A por él salta Van der Poel. La bestia. Pero ni siquiera él puede alcanzarle. El guipuzcoano lo aplasta y corona en solitario el puerto. Le quedan treinta kilómetros para la gloria. Y en su cabalgada va pensando. «Me venían un montón de emociones a la mente, muchas cosas». Se acuerda de su hija Iraia, de las otras dos que tiene, de todo lo que se ha perdido de la infancia de ellas y por eso aprieta más los dientes. Porque tiene que merecer la pena todo lo que sacrifica. Y en Belleville encuentra por fin ese premio que habla de su eternidad y de un ciclista impecable con cuerda para rato.
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