
Opinión
El fracaso estructural del fundamentalismo estatal
El estatismo rampante necesita demonizar al mercado para justificar su fiasco.

El pasado 23 de mayo, el diputado de Podemos Víctor Egío nos regaló en la Asamblea Regional de Murcia una de las diatribas más delirantes que uno pueda recordar contra el libre mercado. Según él, los liberales somos poco menos que profetas de una religión genocida que impide que el Estado despliegue todo su potencial para garantizar el paraíso terrenal. El libre mercado, afirma, es «un asesino», «una utopía mortífera» que condena a millones de personas a la pobreza, a la precariedad, e incluso a la enfermedad mental. Y entre los responsables de este apocalipsis menciona, sin sonrojarse, a quienes hemos defendido desde hace años la libertad económica: desde Milei a Bastos pasando por un servidor.
La tesis de Egío, aunque grotesca, merece una respuesta por lo que revela: el estatismo rampante necesita demonizar al mercado para justificar su fracaso. Nos dice el diputado de Podemos que el mercado impide al Estado disponer de recursos suficientes para garantizar educación, sanidad o vivienda dignas. Pero ¿de verdad el Estado español está hoy más menguado que en el pasado? Nada más lejos de la realidad. El gasto público real (descontada la inflación) ha alcanzado máximos históricos. En 1980, el Estado español gastaba 187.000 millones de euros constantes; en 1990, 344.000 millones; en 2010, 647.000 millones; y en 2024, 722.000 millones. Esto no es desmantelamiento del Estado, es hipertrofia. Y si ajustamos por población, el gasto público per cápita ha pasado de 5.000 euros en 1980 a 14.729 euros en 2024. Tres veces más.
¿Dónde está, entonces, ese fundamentalismo de mercado que ha secado de recursos al Estado? La respuesta es incómoda para los estatistas: por más que el Estado crece y se apropia de cada vez más recursos privados, los servicios públicos no mejoran. Quizá el problema no sea que el Estado recaude poco, sino que gestiona fatal. Quizá el Estado no tiene como prioridad servir al ciudadano, sino servirse a sí mismo. Y quizá, solo quizá, quien vive de adoctrinar a la ciudadanía es Víctor Egío, al inventarse el espantajo del «fundamentalismo de mercado» para encubrir el fracaso estructural del fundamentalismo estatal.
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