
Análisis
El huevo sorpresa del ladrillo
Las leyes que desprotegen el derecho de propiedad y a quien paga impuestos por la compraventa, la comunidad, el IBI y la tasa de basuras, entre otros. Lo sorprendente es que a muchos les parezca normal

En España hemos conseguido convertir el mercado inmobiliario en una especie de huevo sorpresa para adultos, solo que, en lugar de chocolate y figuritas, dentro se esconden okupas, pleitos y desesperación, todo un arte que no aparece en los manuales de economía y cuyo encanto reside en una modalidad de inversión tan peculiar que combina la emoción del riesgo financiero con la adrenalina de una ruleta de casino, la compraventa de pisos con okupas dentro.
Este nuevo fenómeno se basa en que, al contrario de lo que ocurre en otras partes del mundo, donde la sorpresa en una vivienda suele ser una tubería rota, una derrama pendiente o una humedad, aquí hay un extra que viene con derechos adquiridos y abogado de guardia, vamos, la democratización del usufructo ajeno, toda una experiencia compartida entre quien compra, quien ocupa y quien legisla para el siga el juego sin que nadie se sienta excluido.
Todo esto al calor de unas leyes que desprotegen el derecho de propiedad y a quien paga impuestos por la compraventa, la comunidad, el IBI y la tasa de basuras, entre otros. Lo sorprendente es que a muchos les parezca normal, incluso poético, que el propietario deba demostrar que es el propietario y pasa a ser el villano, mientras el intruso se consolida como residente protegido y un héroe social, en una suerte de inversión moral que ni Orwell hubiera imaginado en su distopía más ácida.
A cambio, el comprador paga menos, claro, pero no por un defecto en la estructura ni por una mala orientación, sino porque en el salón ya hay alguien viviendo, gratis, con la seguridad jurídica de quien ha encontrado su propio paraíso constitucional, desde alguien con perro y calefactor eléctrico a toda marcha, o una familia con hijos que lleva meses instalada, hasta una comuna autogestionada que reivindica su derecho a permanecer. Es, en definitiva, el huevo sorpresa del ladrillo, uno lo compra sabiendo que dentro hay algo, pero sin tener del todo claro qué ni cuánto tardará en deshacerse de ello, toda una yincana legal con aroma a despacho judicial.
Así, el atractivo del huevo sorpresa inmobiliario es, por supuesto, la promesa del premio oculto, comprar barato, esperar pacientemente, con abogado o empresa de desocupación en mano, y cuando por fin los okupas se van, vender caro. Es la versión patria del concepto de “value investing”, encontrar valor donde otros solo ven problemas, donde el inversor se convierte en una especie de coleccionista de dramas ajenos, financiando con su dinero un ecosistema que degrada la ley y convierte la propiedad privada en un chiste recurrente.
Se trata de un fenómeno con lógica retorcida porque en un país donde el derecho de propiedad se interpreta como una aspiración y no como un principio, el mercado se adapta a su manera rebajando precios y elevando el cinismo. Lo fascinante es que hemos conseguido darle un aire de sofisticación económica y se habla de “activos con ocupación” como si fueran bonos con riesgo controlado, y hay incluso asesores que recomiendan diversificar la cartera teniendo un piso vacío para alquilar y otro con okupas para especular. Es la España del capitalismo sentimental, donde el inversor compra con el corazón frío y la sonrisa resignada del que sabe que el Estado siempre va a proteger al que no paga y, además, actúa como árbitro distraído que observa, legisla poco y cobra mucho. No soluciona el problema, pero recauda el IBI con puntualidad suiza y felicita al contribuyente por su paciencia.
En el fondo, este mercado de pisos con okupas es el espejo más fiel de nuestra economía emocional, un país que convierte el riesgo en oportunidad, la injusticia en costumbre y la ilegalidad en producto financiero. Cada comprador sabe que, al abrir su huevo sorpresa, puede encontrarse con una comuna o un juicio, pero sigue comprando igual, con la esperanza de que esta vez la sorpresa sea buena. Y así seguimos, como siempre, haciendo negocio con el problema y poesía con el desastre, mientras la ley es una figura decorativa que contempla la escena desde la estantería, sin atreverse a salir del envoltorio.
Porque, al final, todo esto no deja de ser la versión inmobiliaria de nuestra vieja picaresca nacional, esa capacidad tan española de convertir la trampa en ingenio y la desgracia en oportunidad. Donde otros ven un drama jurídico, aquí vemos un descuento; donde el absurdo legal debería provocar indignación, nosotros encontramos ocasión para el negocio. Es el Lazarillo de Tormes del ladrillo, sobrevivir sorteando las reglas, ganar mientras el sistema pierde y reírse de la tragedia como quien vende astucia envuelta en cinismo, transformando la miseria en modelo económico y la contradicción en arte de vivir.
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