Opinión

El retorno al Proof-of-Work

Primera entrega de las Crónicas del Gran Reajuste

El retorno al Proof-of-Work
El retorno al Proof-of-Work La Razón

Lo que estamos viviendo trasciende el ciclo económico: es una transición de era. El dinero desligado del trabajo y la producción se agota, y el mundo vuelve a girar en torno a la energía, la materia y la capacidad industrial —incluida la más decisiva, la militar— que separa a las potencias financieras de las potencias reales. Este es el Gran Reajuste: el fin del dinero fácil y el retorno a la economía tangible.

Occidente vive dentro de un sistema construido sobre papel moneda, deuda infinita y la ilusión de poder militar. Es un modelo que depende de la confianza y de la narrativa, no de la producción. Mientras tanto, el Este —con China a la cabeza— opera bajo un principio mucho más tangible: la prueba de trabajo, la economía real, la manufactura, la energía y los recursos.

Estados Unidos, epicentro del sistema fiduciario, absorbe la liquidez global a través del dólar, pero lo hace apoyado en una base industrial vaciada y una estructura financiera hipertrofiada.

Durante décadas, sustituyó la producción real por la ingeniería financiera: externalizó su manufactura —acero, electrónica, componentes estratégicos— hacia Asia, especialmente China, y cerró miles de fábricas que antes eran el corazón económico del país.

A cambio, convirtió su economía en un sistema de extracción de rentas financieras, donde el crecimiento ya no dependía de producir bienes, sino de apalancar activos, expandir crédito y generar beneficios contables en los balances de Wall Street. El país dejó de crear valor tangible para dedicarse a intermediar el valor creado por otros. Ahora, esa arquitectura se está desmoronando: China —la fábrica del mundo— desmonta, pieza a pieza, el andamiaje que sostenía el excepcionalismo americano.

La factura de cuatro décadas de desindustrialización, déficit y complacencia asciende a más de 37 billones de dólares de deuda, y su pago solo puede realizarse de una forma: devaluando la moneda fiduciaria hasta redefinir lo que entendemos por dinero.

El colapso no es repentino: es el resultado lógico de un sistema que ha elegido la impresión sobre la producción.

1. Estados Unidos vs. China: Dos Economías, Dos Mundos

La llamada “Guerra Comercial” no es un simple intercambio de aranceles, sino una guerra económica total, una lucha entre dos arquitecturas opuestas del poder económico global.

Por un lado, Estados Unidos representa el modelo de la economía hipertrofiada. Desde 1971 —cuando Nixon rompió la convertibilidad del dólar con el oro— el país abandonó progresivamente su base industrial y trasladó su fuente de poder desde la producción hacia la creación de valor abstracto.

Wall Street se ha dedicado a fabricar instrumentos financieros cada vez más complejos, mientras Silicon Valley convirtió la tecnología en una nueva forma de concentración de riqueza. El resultado: un país donde el dinero produce dinero, pero ya no produce bienes. Entre ambas costas ha quedado el corazón vacío de América —el Rust Belt— símbolo de un sistema que privilegió el apalancamiento sobre el trabajo real. De ese abandono económico y social nacería la revuelta política del movimiento Trump.

En el otro extremo está China, la fábrica del mundo. Durante décadas, ha producido todo para todos —incluidos los propios estadounidenses— convirtiéndose en el engranaje central del capitalismo global. Pero ahora China desafía la arquitectura del fraude monetario occidental: ya no quiere seguir financiando el déficit estadounidense ni ser gravada silenciosamente a través de la inflación del dólar.

Durante casi tres décadas, el equilibrio económico global se ha sostenido sobre una relación entre EE. UU. Y China. China producía bienes baratos para el mundo y acumulaba enormes superávits comerciales, mientras Estados Unidos consumía sin límites, financiando su déficit con deuda emitida en la moneda que él mismo imprimía. Era un ciclo perfecto: los dólares que China obtenía por exportar terminaban reciclándose en la compra de bonos del Tesoro estadounidense, lo que mantenía bajos los tipos de interés y permitía a EE. UU. seguir gastando y endeudándose a coste casi cero.

Este mecanismo no sólo sostuvo el consumo americano, sino que también contuvo la inflación global. Los bienes “made in China” mantenían los precios bajos en Occidente, mientras el exceso de ahorro asiático financiaba la expansión crediticia occidental.

Pero ese equilibrio se ha roto. El viejo pacto de conveniencia entre Washington y Pekín se ha transformado en desconfianza estratégica. China ya no recicla sus dólares al ritmo de antes —vende deuda estadounidense, acumula oro y fortalece alianzas con países del Sur Global—, mientras Estados Unidos busca reindustrializarse y “desacoplarse” de su viejo proveedor. Este divorcio geoeconómico tiene consecuencias estructurales:

• Tipos de interés estructuralmente más altos, porque el mayor comprador extranjero de deuda estadounidense ya no financia su déficit (de ahí la necesidad

de Bessent por expandir las stable coins como comprador de deuda cautivo e insensible al precio)

• Costes de producción y transporte más elevados, al relocalizar cadenas industriales en países más caros y menos eficientes.

• Política fiscal más agresiva, con subsidios e inversión pública que reemplazan el capital barato del exterior.

• Y, sobre todo, inflación persistente, no por exceso de demanda, sino por escasez estructural: de energía, de capital barato y de confianza.

En el fondo, este conflicto revela una verdad incómoda para Occidente: el verdadero poder no reside en la ingeniería financiera, sino en la capacidad de producir energía, alimentos y bienes físicos.

2. Las Tierras Raras: El Arma Silenciosa de Pekín

En el corazón de esta guerra silenciosa se encuentra el arma geopolítica más poderosa de China: las tierras raras.

Durante años, Pekín ha convertido su dominio sobre estos minerales críticos en una palanca de poder global, entendiendo algo que Occidente ha olvidado: sin control de los materiales, no hay control de la tecnología.

Esto ha dejado expuesto uno de los flancos más sensibles de su seguridad nacional. Los imanes de tierras raras son componentes esenciales en los sistemas de defensa más avanzados del Pentágono: desde los cazas F-35 y los misiles Tomahawk hasta los radares y motores eléctricos que sostienen su superioridad militar.

Y en todos ellos, la huella de China está profundamente incrustada en la cadena de suministro.

Pekín ha aprendido a capitalizar esa dependencia estructural:

1. Restricción Militar Explícita.

China ha prohibido la exportación de ciertos minerales estratégicos cuando su destino sea el uso militar en países extranjeros. No se trata solo de regulación: es una táctica de guerra económica, una advertencia directa al complejo industrial militar estadounidense.

La señal es clara: sin materiales, no hay armamento.

2. El Desarme Verbal.

Funcionarios chinos lo han dicho abiertamente: “Estamos literalmente desarmando a Estados Unidos.”

Es una declaración cargada de simbolismo —y de poder real—. El mensaje implícito es devastador: si continúas la guerra comercial, pronto descubrirás que tu ejército depende de nosotros.

Pero las tierras raras son solo una pieza del tablero. El control de insumos industriales clave, como el gas neón, actúa como otro cuello de botella estratégico. Previamente, más del 50% del neón purificado —necesario para fabricar chips semiconductores— provenía de Ucrania, ahora más del 60% viene de China. Sin neón, no hay chips, y sin chips, no hay tecnología ni defensa.

Lo que para muchos analistas occidentales parece un detalle técnico, en realidad es una estrategia de asfixia progresiva: China no necesita disparar un misil para redefinir la jerarquía mundial, solo cerrar el grifo de ciertos minerales.

3. La Fragilidad del Arsenal Americano

La pérdida de capacidad industrial no solo afecta a la economía: ha convertido la superioridad militar estadounidense en un espejismo.

El complejo militar-industrial que alguna vez garantizó la hegemonía global de Washington ya no puede sostener el ritmo de una guerra moderna. El régimen post-1971 ha llegado a su límite físico.

1. Agotamiento rápido, reposición imposible.

Los conflictos recientes —especialmente en Medio Oriente— han expuesto una vulnerabilidad crítica: la incapacidad de reponer armamento.

En apenas dos semanas, EE. UU. utilizó entre 100 y 150 interceptores THAAD, consumiendo casi una cuarta parte de su arsenal total.

Su capacidad de producción, de entre 50 y 60 interceptores al año, implica que reemplazar lo gastado llevaría alrededor de 3 años.

Un ejército sin industria es una fuerza que no puede librar guerras prolongadas.

2. Superados en producción.

En una guerra de desgaste, la velocidad de fabricación gana sobre la sofisticación del diseño. Rusia y China lo entienden. Hoy, el ritmo de producción de proyectiles de artillería estadounidense —unos pocos millones al año— duraría apenas unos meses en un conflicto total. Las fábricas de defensa, externalizadas o fragmentadas por décadas de deslocalización, no pueden responder a la demanda bélica.

3. El “pacificador” forzado.

La paradoja es brutal: Estados Unidos, históricamente el “policía del mundo”, ya no puede ejercer violencia sostenida para imponer su voluntad. Quien ocupe la Casa Blanca se enfrenta a una realidad innegociable: Washington ya no dicta la paz desde la fuerza.

4. Cadenas de suministro débiles.

El modelo “just-in-time” trasladado a la industria militar ha creado cadenas de suministro especulativas, que funcionan solo mientras nada falla. Bastaría una disrupción geopolítica —un cierre marítimo, un embargo, una sanción inversa— para paralizar la maquinaria bélica de la OTAN.

4. La Guerra de los Chips

En el tablero global, la fabricación de semiconductores es una pieza estratégica, y cada decisión sobre su control representa un movimiento de guerra.

Y el Incidente Nexperia del 30 de septiembre de 2025 es el ejemplo más claro de cómo el apalancamiento industrial de China supera al apalancamiento financiero de Estados Unidos.

1. La presión fallida de Washington.

Estados Unidos presionó a los Países Bajos para congelar el control de WingTech, una empresa china propietaria de Nexperia, importante fabricante europeo de semiconductores. La jugada pretendía enviar un mensaje: “Nosotros decidimos quién puede producir chips”. Pero el golpe diplomático fue un búmeran.

2. La venganza en cinco horas.

Solo cinco horas después, Pekín respondió: impuso controles de exportación sobre los productos de Nexperia fabricados en China. La velocidad del contraataque sorprendió a Europa y descolocó a Washington.

3. Amenaza a la industria automotriz europea.

El blanco de la medida fue claro: la industria automotriz europea, una de las más grandes y políticamente sensibles del continente. Nexperia es un proveedor esencial de chips maduros, esos pequeños componentes que hacen funcionar los sistemas eléctricos de millones de vehículos.

La advertencia china fue directa: “Podemos hacer colapsar tu industria si no retiras tu presión.”

4. Apalancamiento industrial comprobado.

El mensaje que dejó el incidente fue inequívoco: China tiene a Occidente en un estrangulamiento industrial.

La idea de que el poder financiero de Estados Unidos podía doblegar al músculo productivo de China es, simplemente, una fantasía. Pekín demostró que puede aplicar el mismo control coercitivo sobre sectores clave de Occidente —Amazon, Apple, Tesla, Google— si así lo decide.

5. El Fin de la Pax Americana

La pérdida del apalancamiento militar e industrial ha desencadenado algo más profundo que una crisis financiera: la implosión del orden político que sostuvo el siglo estadounidense. El fin de la Pax Americana llega con la búsqueda de recuperar el control sobre materia, energía y producción real.

1. Del dominio militar al déficit permanente

Durante siete décadas, el Pentágono aseguró la supremacía mediante logística y bases. Hoy, las guerras son de chips, energía y materiales críticos. La proyección militar sin base industrial es un espejismo: el “arsenal de la democracia” importa microchips para sus armas y depende de cadenas que no controla.

2. La fractura fiscal del imperio

La deuda que supera los 37 billones de dólares dejó de ser herramienta de hegemonía para volverse síntoma de agotamiento. Cada ronda de estímulos, rescates y QE exporta inflación y erosiona el “privilegio exorbitante” del dólar.

3. La ruptura de la fe monetaria

La confiscación de reservas rusas destruyó la presunción de neutralidad del dólar. A partir de ahí, El bloque renminbi/oro liderado por Eurasia está consolidando el mayor almacén de materias primas del planeta, creando un sistema monetario respaldado por energía, metales y producción real.

4. La era del esfuerzo tangible

Reindustrializar es un imperativo de seguridad nacional. A partir de ahora, deberá competir con producción, en otras palabras, volver a Proof-of-Work.

La única forma de acelerar esa transformación es adoptar una “Operación Warp Speed” industrial: un marco de emergencia que combine capital público, riesgo privado y ejecución directa.

El mismo modelo que fabricó vacunas en meses deberá aplicarse a munición, chips, energía y minerales críticos. La reindustrialización tomará años, quizá décadas.

5. El coste de la reindustrialización.

Este proceso —rearmar, relocalizar, reabastecer y reestablecer el tejido industrial— será intensivo en capital y commodities, e insensible a las tasas de interés.

Requerirá una inversión masiva, ya iniciada por gigantes financieros como JP Morgan, que planea canalizar más de 1,5 billones de dólares hacia defensa y minerales críticos.

Pero este financiamiento, cubierto mediante expansión cuantitativa (QE), solo puede desembocar en inflación estructural.

Epílogo: El Renacer del Dinero Duro

El ciclo se está cerrando. Durante medio siglo, Occidente ha construido un imperio sobre la abstracción del valor: papel sin respaldo, deuda sin límite y consumo sin producción. Hoy, esa arquitectura se desmorona. El dinero fiduciario pierde su hegemonía y el mundo regresa, poco a poco, a la realidad física del valor.

El Este ya lo ha entendido: poder es capacidad de producir.

Energía, minerales, manufactura, alimentos. Proof-of-Work. El Oeste, en cambio, aún vive en el espejismo de la deuda perpetua y la ilusión de control financiero. Pero incluso en Washington, las alarmas ya suenan. Estados Unidos ha comprendido que la supremacía no se defiende con derivados ni con sanciones, sino con fábricas, acero y energía.

Por eso, el próximo movimiento ya está en marcha: una reindustrialización forzada, un retorno al gasto público masivo y al financiamiento bélico bajo otro nombre. La nueva narrativa será la de la “seguridad nacional”, pero su esencia será la misma que en cada imperio en decadencia: imprimir para sobrevivir.

El dinero fácil ha muerto, y su reemplazo no será inmediato. Antes de renacer, el sistema buscará salvarse mediante el gasto militar, el crédito público y una política industrial acelerada. Será la última huida hacia adelante del dólar antes de que la economía global redescubra su ancla: el dinero con prueba de trabajo.

En los próximos artículos de esta serie exploraremos precisamente eso: cómo Estados Unidos está preparando su respuesta al colapso, con un nuevo complejo industrial-financiero destinado a financiar la guerra, rearmar su infraestructura productiva y redefinir el papel del dólar en un mundo que ya no gira a su alrededor.

El Fin de la Pax Americana no es el fin del mundo. Es el principio de otro. Y solo quienes entiendan esta transición —quienes vuelvan al dinero duro, al trabajo real, a la producción tangible— sobrevivirán al cambio de era.

Gonzalo Huarte escribe sobre economía, geopolítica y cambio de ciclo bajo el nombre de PatronLibertad en Substack