Editoriales
Burla carcelaria de los golpistas
La flagrante permisividad penitenciaria de la Generalitat traslada a la opinión pública catalana el mensaje inequívoco de que los delincuentes han sido víctimas de un Estado opresor.
Nada puede haber peor que la aplicación de las sentencias judiciales pierda su apariencia de equidad, no sólo por el daño que se inflige a la imagen de una Justicia que deja de percibirse por el cuerpo social como igual para todos, sino que, además, quiebra el contrato no escrito de confianza entre los ciudadanos y sus jueces, mucho más, en un país como España, con uno de los códigos penales más duros de la OCDE y en el que se dictan las condenas carcelarias más largas, incluso, para delitos de orden civil.
De ahí que la aplicación permisiva por parte de la Consejería de Justicia de la Generalitat, que preside la militante de ERC Ester Capella, de un artículo excepcional de la Ley General Penitenciaria, el 100.2, para beneficiar directamente a los políticos separatistas condenados por el procés suponga un agravio comparativo para con el resto de la población reclusa y represente, en sí mismo, un escándalo mayor que nuestro sistema judicial no debería dejar pasar.
Ciertamente, los padres de la Constitución, siguiendo un criterio afianzado en el corpus jurídico español, al menos, desde la Segunda República, establecieron que la finalidad de las penas privativas de libertad deberían ir orientadas a la reeducación y reinserción social de los penados, principio moral que está desarrollado en varios artículos de la ya citada Ley General Penitenciaria, pero, también es cierto que no es posible entender el proceso de reinserción sin el reconocimiento del delito por parte del condenado, es decir, la asunción de la responsabilidad, y el arrepentimiento, expreso o no. Son dos elementos de convicción en el tratamiento individualizado de los reclusos y, como de hecho estaba presente en el ánimo del legislador, deberían ser más determinantes que otras consideraciones, como el arraigo social o disponer de un entorno familiar estable.
Pues bien, ninguno de esos dos factores se verifica en las actitudes de los condenados por la intentona golpista de octubre de 2017. Muy al contrario, no sólo se declaran públicamente víctimas de una justicia arbitraria y de un Estado vengativo, sino que manifiestan su intención de volverlo a hacer. Son, a nuestro modo de ver, conductas rebeldes que no pueden ser alzaprimadas, precisamente, por aquellos representantes de la Administración que tienen entre sus principales obligaciones la de cumplir y hacer cumplir la Ley sin que padezca gravemente el ordenamiento jurídico.
Pero es que, además, la flagrante permisividad penitenciaria de la Generalitat traslada a la opinión pública el mensaje inequívoco de que las condenas impuestas por el Tribunal Supremo viene contaminadas por un procedimiento injusto, lo que es tanto como decir, desde una institución pública, que los delincuentes han sido, en efecto, víctimas de un Estado opresor. Con todo, lo peor es que está deriva política se daba por descontada desde el mismo momento en que los reos pasaron a depender del sistema penitenciario catalán, lo que motivó la petición de la Fiscalía al Tribunal Supremo de que se incluyera en la sentencia el artículo 36.2 del Código Penal, que establece que cuando la duración de la pena de prisión impuesta sea superior a cinco años y se trate de una serie de delitos, entre los que se encuentra la sedición, la clasificación del condenado en el tercer grado de tratamiento penitenciario no podrá efectuarse hasta el cumplimiento de la mitad de la misma.
No lo entendió así el magistrado Manuel Marchena, presidente del tribunal sentenciador, por entender que las penas accesorias de inhabilitación impedían la reiteración delictiva. Fue un error, como ha demostrado la realidad, que ha hecho un flaco favor a la dignidad de la Justicia española, al tiempo que ha dado a los partidos separatistas un fatal instrumento para mantener su desafío al Estado.
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