Editoriales

El último servicio del Rey Juan Carlos a España

Detrás de ese supuesto movimiento de indignación popular sobrevenida, operan quienes desde siempre y bajo cualquier circunstancia pretenden derrocar la Corona.

Cargos del PP defienden el legado del Rey Juan Carlos y critican el "acoso de la extrema izquierda" y sus "lecciones"
El rey Juan Carlos IEUROPA PRESS (Foto de ARCHIVO)06/06/2018larazonEUROPA PRESS

España y la Corona, por este preciso orden, han sido a lo largo de su vida los dos afanes del Rey Juan Carlos. Para la historia grande, la única que al final cuenta, la figura del Rey emérito estará indisociablemente ligada al período más complejo, difícil y fecundo vivido por la Nación española desde finales del siglo XIX. Porque la España que hoy conocemos, con todas sus tribulaciones actuales, es, sin embargo, uno de los escasos países del mundo donde habita la democracia plena, donde sus ciudadanos gozan de las libertades de una Constitución conformada en el espejo de la declaración de los Derechos Humanos y que, con las limitaciones materiales que se quieran aducir, ofrece a todos el amparo de las instituciones y la seguridad de sus leyes para desarrollar aspiraciones y proyectos de vida.

A quienes vivieron aquellos años febriles de la Transición poco hay que explicarles de la decisiva labor de Don Juan Carlos. A las nuevas generaciones, nacidas ya en la libertad y, por ello, menos conscientes de su valor y del esfuerzo continúo que exige su defensa, bastará con recordarles que el viejo Rey, hoy convertido en carne de injuria y de maledicencia, se enfrentó a todos los obstáculos que las fuerzas del pasado, ni pocas ni débiles, alzaron contra su ambición de hacer de España una Nación libre. Por supuesto, fue una labor colectiva, que reunió detrás del ilusionado proyecto a lo mejor del cuerpo social, por encima de las ideologías, pero que sin el impulso de la Monarquía hubiera sido más arduo, quizá imposible. España, de la mano del Rey Juan Carlos y de una generación de políticos excepcionales, que tenían grabada a fuego la tragedia de la Guerra Civil, superó viejos odios, el embate del terrorismo y una asonada militar que pudo dar al traste con lo conseguido. Pero no sólo. La Corona, también, declinó sus poderes para que los ejerciera el titular máximo: la soberanía del pueblo español, a través de su Carta Magna. De ahí que nos cause una íntima sensación de tristeza, un sentimiento de rebeldía ante la caída, que, en este caso, nunca será poética, de la figura de Don Juan Carlos, ya en el declinar de la vida y cuando debía, en justicia, recoger los frutos que sembró, que no son otros que su contribución a hacer de España una nación de hombres libres.

El Rey emérito ha decidido partir al extranjero, exilio autoimpuesto y, por ende, aún más doloroso, como él mismo explica, para defender su legado y su propia dignidad. Con seguridad, el gesto no servirá para detener la inconcebible campaña de desprestigio de su persona, hecha desde la impunidad que otorgan las acusaciones bastardas de dos presuntos delincuentes –uno de ellos encarcelado y a la espera de juicio– y el obligado silencio del Rey. Acusaciones que, en muchos casos, no pasan de chismes maledicentes, sin el menor soporte probatorio, pero que desde algunos medios de comunicación se presentan como si fueran verdad revelada, pese a las contradicciones y medias verdades de quienes las profieren. La propia institucionalidad de la figura de Don Juan Carlos hace imposible el ejercicio del derecho a la presunción de inocencia, de la mera posibilidad de plantear su defensa en los mismos términos en que se desenvuelven las acusaciones. Y, así, su errores y debilidades, que él mismo reconoce en su carta de despedida, esos «acontecimientos pasados de su vida privada», se mezclan, hasta la mixtificación con falacias que ni siquiera tendrían cabida en un patio de vecindad. En definitiva, un proceso paralelo, de plaza pública, incalificable en cualquier sentido recto de la justicia, y que no responde, por supuesto, a la sola reclamación de la probidad exigible a quienes representan a las instituciones del Estado. Porque, y no creemos que suscite demasiada discusión, detrás de ese supuesto movimiento de rechazo social, de indignación popular sobrevenida, operan quienes desde siempre y bajo cualquier circunstancia pretenden la sustitución de la Monarquía parlamentaria por un régimen de corte republicano, indefinido en su articulación, que, al menos hasta ahora, siempre habían tropezado con la realidad de un pueblo que ve en la Corona una institución garante de sus libertades, por encima de las luchas partidarias.

El Rey Juan Carlos se va de España porque es perfectamente consciente de que la propia Monarquía, encarnada por su hijo Don Felipe VI, no debe empeñarse más que en cuestiones que atiendan a los derechos e intereses generales de la sociedad, a la que sirven por encima de cualquier consideración. Y ni siquiera los efectos filiares pueden cambiar ese contrato no escrito entre la Jefatura del Estado y la soberanía popular. Así lo asume Don Juan Carlos cuando afirma que su decisión viene guiada «por el convencimiento de prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y al Rey. Cercena, así, el último vínculo oficial y funcional con su sucesor, acto, sin duda, doloroso para ambos. Pero la ejemplaridad, tan poco exigida en otros ámbitos de la vida pública española, es, en el caso de la Corona, consustancial a su ejercicio. Tal vez, hubiera sido exigible del actual Gobierno más firmeza y convicción en la defensa de la Monarquía parlamentaria y de lo que representa. Pero la realidad política española es la que es y no como nos gustaría que fuera. Y en esa realidad han ganado espacio quienes, ya desde la pretensiòn de romper la unidad de España, ya desde la voluntad de proceder a una involución del régimen constitucional, condicionan las decisiones del Gobierno. El Rey Juan Carlos se va de España. No ha sido suficientes ni su abdicación ni la renuncia a cualquier la herencia por parte de Don Felipe ni a su apartamiento de cualquier actividad institucional para frenar, al menos, moderar una campaña de acoso personal y desprestigio como pocas se han visto en nuestra la historia reciente. Es para reflexionar: el hombre que más hizo por traer la democracia a España parte al exilio.