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Estreno

«El juego de Ender»: Un líder atormentado

Dirección: Gavin Hood. Guión: G. Hood y Orson Scott Card. Intérpretes: Harrison Ford, Asa Butterfield, Ben Kingsley, Hailee Steinfeld, Abigail Breslin. EE UU, 2013. Duración: 114 minutos. Ciencia ficción.

La Razón
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El mayor problema de «El juego de Ender» no radica en su más que posible sustrato facistoide, ni siquiera en que la máxima «el fin justifica los medios» sea llevada hasta el extremo por el tipo que interpreta Harrison Ford con un pragmatismo escalofriante o que presente un futuro militarizado, triste y, por otro lado, tan falso como el cartón piedra (porque los interiores de la película se las ven y desean para mantener el tipo en comparación con los epatantes efectos digitales y escenas de acción que el filme se gasta). Pero, tampoco, y eso va por los numerosos detractores de Card, que el escritor haya sido tachado de homófobo y racista. Hasta es mormón, dirán otros más recalcitrantes. Porque ya lo comentó alguien bastante listo en cierta ocasión: no confundamos nunca al artista con el arte, porque a lo mejor nos quedamos sin historia. No, el verdadero escollo de la película dirigida por Gavin Hood (cuya máxima gloria tal vez sea «X-Men orígenes: Lobezno» a pesar de los denodados esfuerzos que aquí realiza) radica en su tedioso ritmo, en esa etapa de aprendizaje del protagonista para defender a la tierra de los alienígenas invasores que ocupa casi todo el metraje con excepción del apretado final y que al espectador se le antoja aburridísima y eterna independientemente de cómo funcionase en el, con todo, atractivo e inquietante libro del que la cinta emana. Olvidémonos una vez más, pues, de los puristas y centrémonos en los espacios y tempos cinematográficos: tras toparnos por décima vez con las, por otro lado, tan perfectamente coreografiadas e ingrávidas escenas de entrenamiento, una cae en la cuenta de que lo más potable de esta película es la tensa, fluctuante relación que mantienen el ambiguo y férreo coronel Graff, al cabo, el creador del héroe mesiánico, y ese muchacho condenado a convertirse en su creación, aunque su castigo sea quizá llevar por siempre sobre sus hombros una moralmente horrible carga. A veces es mejor no preguntarse, lo oímos en el filme, cómo nace un líder; ni en ese hipotético futuro lleno de uniformes ni en este presente demasiado uniforme.