Opinión

Duelo al sol

Consciente Sánchez de que aspira a ser no solo el presidente más guapo de la historia de España sino también el más moderno, se lanzó de cabeza a esa estrategia de la escaramuza:

El presidente del Gobierno y candidato del PSOE a la reelección, Pedro Sánchez (i), y el candidato del PP a la presidencia, Alberto Núñez Feijóo (d), antes del programa 'Cara a Cara. El Debate', en Atresmedia
El presidente del Gobierno y candidato del PSOE a la reelección, Pedro Sánchez (i), y el candidato del PP a la presidencia, Alberto Núñez Feijóo (d), antes del programa 'Cara a Cara. El Debate', en AtresmediaAtresmedia

Traten otros del gobierno –del mundo y sus monarquías– pero la labor de los llamados columnistas es precisamente hacer la crítica de la pomposidad institucional. En un cara a cara, lo que el público español espera ver es una deliberación, en cierta paz y tranquilidad, de las diversas posibilidades de encarar los problemas que nos esperan en los próximos años. Pero las estrategias modernas de comunicación política han provocado que, en los debates cara a cara, lo último importante sea debatir, sino darse codazos pomposamente a ver quién sale primero en la foto-finish.

Consciente Sánchez de que aspira a ser no solo el presidente más guapo de la historia de España sino también el más moderno, se lanzó de cabeza a esa estrategia de la escaramuza: interrumpía al contrario e intentaba no dejarle hablar.

Eso marcó todo el desarrollo posterior del cara a cara. Pero en las dinámicas políticas todo cambia tan rápido que cabría preguntarse si esa estrategia es ya de anteayer. En la tesitura actual todo se decidirá por los votos de setecientos mil indecisos. Quizá por eso, Pedro Sánchez llegó a los estudios de televisión más Míster Rictus que nunca. Pero, noticia: Feijóo resultó tener colmillo. Arrinconó a Sánchez repetidamente y consiguió que se pusiera nervioso, obligándole a que hablara excesivamente rápido, atropelladamente, y a que los moderadores tuvieran que llamar la atención al presidente hasta tres veces para que les atendiera e interrumpiera sus invectivas. Cada uno se encomendó a su punto fuerte. El de Sánchez era el buenismo populista, pero tropezó con una contradicción inesperada: que, claro, el buenismo seráfico marida mal con cualquier tono agresivo y descalificativo. Y ahí se le complicó la comunicación. Uno puede ser bellamente apuesto, pero hasta el adonis más conspicuo queda en evidencia cuando echa espumarajos por la boca. El punto fuerte de Feijóo resultó ser la imperturbabilidad. Se dio cuenta de que, en el peor de los casos, el cara a cara servía para presentarlo definitivamente en sociedad ante el público. Así que fue hábil y consecuente: vocalizaba con más claridad y hablaba pausadamente transmitiendo su mensaje menos erráticamente.

En cualquiera de los casos, el objetivo no parecía ser tanto explicar un proyecto o trasladar información al votante sino competir para ver quien lidiaba mejor con la intensidad. Feijóo no desaprovechó la ocasión. Bastaba ver las sonrisas de los respectivos equipos de los candidatos para comprobar quien estaba más feliz con el resultado final: en el equipo de Feijóo todo eran sonrisas de triunfo y palmaditas en la espalda. En el de Sánchez había también sonrisas, pero inmovilizadas con el mismo punto de rictus del presidente al llegar a los estudios.

Quedaron fuera del debate los grandes problemas de los españoles. Como el enchufismo, que hace que estén en puestos de responsabilidad gente que no lo merece, mientras que los que están capacitados van sobreviviendo como pueden o marchando al extranjero. O la polarización, el sectarismo, el dogmatismo y la fidelización que hace parecer que la política española prefiera un votante inculto pero fiel, que un votante, cultivado, informado y formado con criterio.

Feijóo ganó el debate y Sánchez inquietó a todo el mundo por su falta de consistencia.