Opinión

11M | El dolor sin máscaras

Cuando alguien comete un crimen que arrebata vidas ajenas, se está llevando también una parte de las nuestras

Monumento a las víctimas del 11m en Atocha, actualmente en proceso de desmantelamiento.
Monumento a las víctimas del 11m en Atocha, actualmente en proceso de desmantelamiento.PlatónLa Razón

Nuestra vida es también la de los demás, esa vida que habita a cada instante en todas las personas que viven y pueblan este mundo. Cuando alguien comete un crimen que arrebata vidas ajenas, se está llevando también parte de las nuestras. Quizá por eso recuerdo todavía perfectamente, con una nitidez desacostumbrada, cómo fue la mañana del 11 de marzo de 2004, su luz, su temperatura, y cómo me llegó el horroroso anuncio de lo que acababa de suceder en Madrid. Daré detalles porque quizá así pueda transmitir lo sobrecogedor de toda la nube inmensa de dolor que sobrevolará siempre un hecho de ese tipo.

En mi juventud aventurera, había estado a un lado y otro de la frontera de la ley por mi afición a explorar con sustancias prohibidas. Varios de mis amigos pisaron la cárcel, pero a mí nunca consiguieron pillarme. En ese juego del gato y el ratón, terminé conociendo a algunos representantes de la ley y, con los años, cuando yo ya había abandonado mis tóxicas costumbres, trabé amistad con ellos. No había habido nada personal en la persecución, era simplemente parte de su trabajo y les hacía gracia las vicisitudes y el ingenio de cada parte para resolver sus propósitos.

La mañana del 11 de marzo de 2004, mientras me encontraba comprando libros en La Central del Raval de Barcelona, sonó mi teléfono y me habló unos de esos profesionales en estado de «shock». Él y sus antiguos compañeros habían sido convocados de urgencia para traer socorro y ayuda a una desgracia de dimensiones gigantescas que acababa de tener lugar en la estación de Cercanías de Madrid. En el primer momento de descanso que tuvo en la jornada, antes de seguir colaborando en las tareas de auxilio, necesitó hablar con alguien que estuviera muy lejos para dar fe y descargarse de todo el horror que estaba viendo. Marcó buscando una voz amiga y dio la casualidad que fuera a mí a quien encontró ajeno y disponible. Nunca olvidaré la nube emocional que contenía aquella conversación; las pausas de respiración y el tono, la magnitud inmensa de la catástrofe criminal concentrada en el nervio solo de una voz: era el dolor humano sin máscaras.

Aún capaz de pensar, con la potencia del cerebro humano enervado por la injusticia y la indignidad de la feroz animalidad de algunos actos humanos, me transmitió los significados colaterales de lo que estaba presenciando. Él estaba acostumbrado a su trabajo. Lo había desempeñado incluso en circunstancias tan adversas como las peores épocas del terrorismo nacionalista (cuando la lucha era un juego tan perverso y poco equitativo como: tú me puedes matar, pero yo a ti solo puedo detenerte). Pero ahora era un cambio de paradigma. Ahora, el que mataba se daba permiso para matar al adversario, al amigo, e incluso a sí mismo. Era la demencia, la desaparición absoluta de cualquier reconocimiento, de cualquier mínimo indicio en el ser humano de sentirse afectado por el dolor ajeno. Pocas semanas después, perecía uno de sus compañeros cuando los asesinos, acorralados, se inmolaban en un piso de Leganés.

Desde entonces me ha acompañado siempre la convicción de que el poder basado en ideales, cuando quiere ser poder en estado puro, tiene como único y demencial objetivo sobrevivir a todo y a todos. Obviamente, la única manera de conseguir ese objetivo de una manera absoluta es matar a todos los demás para ser el único superviviente. Por eso el poder puro mata a los enemigos, pero al final también a los amigos y a todo aquel que pase por ahí. Todo ser benevolente rechazará siempre un mundo de único superviviente porque, ¿de qué nos serviría tal cosa? Quien persigue un ideal hasta un punto tóxico no es plenamente uno mismo, porque en realidad busca una máscara que admirar para ser él mismo. Pero por ese camino no lo será nunca. Desde entonces, sé también que nuestra lucha como humanos será enfrentar y compartir el dolor sin máscaras. Algo que solo sabe hacer bien el civil de a pie: luchar siempre, con nuestros escasos medios, pero con la tozudez cotidiana de esa llama que nunca se apaga. Aunque pasen veinte años.