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Susana Díaz

Netanyahu no es Rabin

Llegará un momento, no a mucho tardar, que las próximas generaciones se preguntarán si hicimos cuanto estuvo en nuestras manos para detener la masacre

200 personas se reúnen en el consulado israelí de Barcelona para detener la "ocupación" de Gaza Alejandro GarcíaEFE

La indolencia es la mayor de las crueldades que podemos practicar como sociedad. Indolencia ante la violencia, frente al dolor de los demás, las injusticias y cualquier manifestación de maldad que hace sufrir a las personas que son más vulnerables.

Acostumbrarnos a presenciar en directo los crímenes de guerra contra la sociedad civil, contra mujeres y niños indefensos, matándolos de hambre nos hace una peor sociedad, pero también peores personas.

Ni tan siquiera la declaración de Naciones Unidades de hambruna catastrófica en el norte de Gaza conforme a la Clasificación Integrada de la Seguridad Alimentaria (CIF) ha sacudido nuestras conciencias.

Esa declaración tiene rostro humano, son 132.000 niños menores de cinco años y casi 55.000 mujeres embarazadas o lactantes las viven en esta situación.

Podrían ser nuestros hijos, y estoy convencida de que al contemplar las imágenes que provocan estupor y vergüenza, algo dentro de nosotros se retuerce. Intentamos no verlas, miramos a nuestros pequeños y comprobamos que se encuentran bien.

Nuestros hijos lo están. Estos niños que el destino dramáticamente llevó a nacer allí, ellos no lo están. La inmensa mayoría no sobrevivirán.

Siempre fui contundente en la condena de los atentados de Hamás y en el derecho de los pueblos a defenderse. Jamás titubeé en distinguir con claridad a un dirigente y su gobierno del pueblo al que representa. Benjamín Netanyahu no es el pueblo de Israel, como Hamás no es el pueblo palestino.

Nunca debería confundirse un pueblo con grupos terroristas que se declaran de manera impostada defensores de su identidad, la historia reciente de nuestro propio país nos lo ha enseñado con mucha claridad.

Y con la misma vehemencia entiendo la responsabilidad colectiva de levantar algo más que la voz ante la crueldad del genocidio que se está llevando a cabo contra una población indefensa.

No puedo comprender que todavía hoy tengamos que recordar que los atentados contra la dignidad de las personas están prohibidos como arma o táctica de guerra.

Sigue presente en la memoria de muchos de nosotros la imagen de casi un millón de personas de Biafra, entre ellos miles de niños, que fueron asesinados por el gobierno federal nigeriano y motivó varias reformas legales internacionales.

Recordemos también lo que se ha vivido en la última década en lugares como Yemen, en Siria o en Sudán.

Llegará un momento, no a mucho tardar, que las próximas generaciones se preguntarán si hicimos cuanto estuvo en nuestras manos para detener una masacre como la que estamos presenciando día tras día.

En palabras de Tomás Fletcher, el secretario general adjunto de la ONU para asuntos humanitarios, «una hambruna que nos perseguirá a todos, porque es una hambruna predecible y evitable, una hambruna causada por la crueldad, justificada por la venganza, propiciada por la indiferencia y sostenida por la complicidad».

Me resisto a formar parte de esa complicidad, no me es indiferente. Con la misma fuerza deseo la desaparición de los terroristas de Hamás y que un niño no muera de hambre como instrumento de coerción y abusos en una guerra.

Desgraciadamente, el papel de la Unión Europea queda relegado a la decisión de EE UU. Ya se escenificó hace unos días en la reunión de los líderes europeos, acompañados de Volodímir Zelenski.

Nuestro papel estaba al otro lado del escritorio del Despacho Oval a expensas de lo que decida Donald Trump.

Hemos olvidado durante demasiado tiempo nuestra obligación crear una mejor Europa, con nuestra seguridad y nuestro papel en el mundo.

Nuestra civilización no puede justificar la barbarie, no puede ceder a la omertá de quienes quieren hacernos creer que todo vale para combatir la maldad, que no hay más camino que asesinar a miles de niños impidiéndoles lo más básico, con alimentos a tan solo unos metros o siendo acribillados cuando acuden a buscarlos.

Tengo muchos amigos que, desde allí, en las calles de Tel Aviv claman por el fin de esta cruenta guerra que solo nos conduce a un camino de incertidumbre y desasosiego.

No puedo imaginar el dolor que aún sienten las familias de los rehenes que continúan retenidos, ni de aquellos que defendían la paz y el entendimiento en los kibutz y fueron ejecutados.

Pero tampoco puedo imaginar el dolor en las entrañas de las madres que no pueden alimentar a esos bebés y los ven morir en sus brazos o que ven que aquel otro pequeño de cinco años acabará siendo carne de cañón a manos de quienes nunca quisieron la paz ni la convivencia.

La paz requiere coraje, «la paz de los valientes» que recordaba Yaser Arafat, y ante el fracaso de la humanidad que estamos contemplando todos, es demasiada la sangre. «Suficiente sangre, suficientes lágrimas», pero Netanyahu no es Isaac Rabin.