Opinión
El virus regeneracionista
Vivíamos razonablemente bien en esta democracia liberal del 78 hasta que llegó Sánchez
Agustín de Foxá, el escritor mordaz que deambulaba por el falangismo díscolo, diseccionó este país diciendo: «Hagamos de España un país fascista, y vayámonos a vivir al extranjero». Esto fue lo que pasó en Venezuela con el socialismo del siglo XXI y ahora tiene ocho millones de sus paisanos exiliados, y es el camino que estamos siguiendo en España.
Esas cosas pasan cuando un virus infecta la democracia. Cada país tiene su propia enfermedad, su deslizamiento particular hacia el abismo, que empieza con un estornudo y acaba en fiebre y convulsiones. En España es el regeneracionismo. Ya ocurrió a comienzos del siglo XX. Todos querían arreglar el país por su cuenta con una fórmula mágica sin contar con nadie más y apartando al resto, aunque el coste fuera la libertad y la vida. El virus del regeneracionismo regresó en la segunda década del siglo XXI, con esa mezcla de virtud y antorcha purificadora que siempre acaba mal. No aprendimos hace cien años, y ahora tampoco.
Sánchez es uno de esos regeneracionistas. No hay más que analizar sus expresiones y decisiones, donde la polarización es la música de la transformación del régimen en beneficio propio. El panorama es tan desolador como preocupante. Repasemos. Desde 2018 el sanchismo se ha basado en colonizar el Estado para asegurar sus leyes y la impunidad de sus actos, en laminar la separación de poderes, insultar a los jueces y despreciar a la oposición. Ahora toca acabar con la prensa que critica al Gobierno combinando una máquina del fango desde Ferraz con una ley para acobardar a los periodistas.
La paradoja es típica del regeneracionista autoritario: no cree que la prensa deba fiscalizar al Ejecutivo, sino al revés. Los mecanismos que plantea el sanchismo para el control son una arbitrariedad que camufla tras un acuerdo laxo de la UE; es decir, van a utilizar una normativa europea general para laminar en concreto a los medios que publican las noticias de corrupción que rodean a Sánchez. Como en otros episodios de nuestra historia, tras la retórica regeneracionista de salvar la sociedad de sus enemigos no hay más que un proyecto personal de inmunidad para seguir mandando sin que nadie ose chistar.
La incoherencia siempre acompaña a la grandilocuencia del regeneracionista, como cuando Urtasun, ministro de Sumar que resta lustre a la cultura, ha dicho en el anuncio del «plan» que «es imprescindible que las instituciones no financiemos el virus de los que quieren destruir la democracia». Estoy convencido de que esos destructores a los que se refiere el susodicho no son los golpistas de Junts y ERC, ni los filoetarras de Bildu, y menos aún los comunistas que le rodean.
La incongruencia del regeneracionista ha quedado una vez más al descubierto al considerar que hace más daño a la democracia una noticia sobre Begoña Gómez o el Hermanísimo que un independentista violento que da un golpe de Estado, que un nacionalista que incumple una sentencia del 25% de español en las aulas, o que cientos de homenajes a los asesinos de ETA. Este desatino se debe a que su concepto de democracia se refiere a que gobierne la izquierda, «los progresistas», aunque eso suponga dinamitar los pilares del sistema.
El caso es que el regeneracionista piensa que la democracia es él, que la libertad es la suya, el pluralismo un coro que repite su argumentario, la oposición un incordio silenciable, la prensa un boletín oficial, y que su gobierno es un favor que hace a un país mal hecho y desagradecido. No hay más que escuchar a Sánchez y a sus corifeos: España era un sindiós hasta que tuvimos la fortuna de que la moción de censura diera el Gobierno al líder del PSOE. La realidad es que vivíamos razonablemente bien en esta democracia liberal del 78 hasta que llegó Sánchez con sus necesidades personales e ínfulas de Rey Sol aprovechando el maldito virus de la regeneración que, a la vista está, forja salvapatrias.
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