Entrevista
La venganza de Íñigo Ramírez de Haro: “Esperanza Aguirre no era aristócrata, ni rica, ni guapa”
El cuñado de la política publica «La mala sangre», polémico libro en el que narra episodios de abusos sexuales
Eran Grandes de España, acumulaban títulos y herencias, pero en el palacete de los Bornos, en la calle madrileña Jesús del Valle, se pasaba frío. El conde, Ignacio Ramírez de Haro, suegro de Esperanza Aguirre, sufría con la idea de encender la calefacción y la electricidad se consideraba un gasto inútil, de manera que los seis hijos aprendieron a moverse a oscuras, como los murciélagos, por los largos pasillos. Solo se comían los huevos rotos, imposibles de vender. Eso sí, huevos rotos y gallinas viejas servidos en exquisita vajilla francesa. Y en misa, cuando pasaban el cepillo, los Bornos se ponían nerviosos. Había que aparentar generosidad sin dar apenas calderilla.
Son algunos de los detalles con los que el cuarto de los hijos, Íñigo Ramírez de Haro, cuñado de la expresidenta madrileña y marqués de Cazaza en África, anima el retrato descarnado que hace de su familia aristócrata en «La mala sangre», un libro que amenaza chaparrón. El autor atiende a LA RAZÓN el día de su publicación. Luce cabello cano calculadamente despeinado y la sonrisa guasona de quien sabe la que se avecina. La tacañería, «un terrible estrago indudablemente genético que se ceba con la Casa de los Bornos», es casi una delicadeza frente a lo que el marqués deja caer a lo largo de 480 páginas.
«Es un libro catártico que me ha llevado cinco años –explica–. Uno empieza a escribir sin saber lo que va a encontrar y yo me he conocido a mí mismo y a la clase social en la que nací». Garantiza que todo lo que expone son hechos verídicos y personajes reales, reservándose la ficción como técnica narrativa. Es un paso a dos: el autor propone y el lector deduce. La historia arranca en 1487, cuando los Reyes Católicos otorgan el título de Señor de Bornos a Francisco Ramírez, el Artillero, y termina con una calamitosa cena, el 25 de febrero de 2019, con el enfrentamiento cainita a cuenta de un lienzo de Goya ya en ciernes y el condado de Bornos en manos de Fernando, el mayor de los varones y esposo de Aguirre.
Entre ironía, esperpento, temeridad y a veces realismo mágico, Ramírez de Haro se desliza por la historia y rompe con esa ley de silencio por la que, según dice, se ha regido la aristocracia. «¿Por qué tanto ocultamiento? –se pregunta–. Como todo grupo cerrado, tiene mucho de secta y de mafia. Nadie puede saber lo que nosotros hacemos». Él también, siendo niño, firmó un pacto de mutismo cuando el padre prefecto de su colegio de jesuitas, el encargado de la disciplina abusó sexualmente de él. Le propuso «ser amigos» y si no accedía, sería expulsado. «Era un niño y había muchas cosas de los mayores que siempre me resultaban extrañas. Él representaba la autoridad, y más, todo un prefecto jesuita, lo máximo incuestionable».
Abuso físico y mental
Es el episodio más desgarrador de «La mala sangre» y lo describe con crudeza. «Ahora –declara– se ha puesto de moda hablar de ello, pero en 2004 ya revelé los abusos en mi obra teatral ‘’Me cago en Dios’', sin que tuviese efecto. Lo que ocurre no es solo abuso físico, es mental. Se produce gracias a un lavado de cerebro que te lleva a consentir sin reticencia, incluso en colaboración con el abusador. Solo se entiende en una estructura totalitaria como la nuestra».
Ramírez de Haro cumplió su trato con el jesuita y calló. En ese contexto en el que la apuesta consistía en «ver quién era más retrógrado, más devoto y más fanático», llegó a creer que el acosador había sido el elegido por Dios para ser el instrumento de su salvación. Después de aquello, el niño, primer premio de Catecismo, pasó de pensar que «con un poco de ayuda habría sido un santo, un nuevo San Íñigo del siglo XX», a descubrir que la vida estaba fuera de la aristocracia. «Era un mundo que desconocía porque, a pesar de que las casas de aristócratas están llenas de libros, nadie lee», ironiza.
El autor desempolva su pasado con pasmosa naturalidad. Se queja porque en el palacete de los Bornos, actual residencia de Aguirre y su marido Fernando, solo se hablaba de veraneo, deporte, caza, tiempo y rosarios. «En general –resalta–, la aristocracia no habla. No existe esa cosa freudiana de investigarte a ti mismo y comentar. Los Ramírez de Haro odian las tertulias y la risa está prohibida. Hacen una mueca con un ruido». Sospecha que esta es la razón que le llevó a escribir comedia.
Mencionar la palabra dinero era, según recuerda, una grosería que te rebajaba a la condición de gente de medio pelo, pero tampoco la política se admitía como tema de conversación, aunque le pesase a Aguirre. Siguiendo con su relato, a su madre Beatriz, marquesa de Casa Valdés, le ponía de los nervios que la mujer de su hijo Fernando tuviese opinión. El casamiento no fue de su agrado y no podía entender cómo habían consentido tanto. «La novia ni era aristócrata ni era rica ni era guapa, en ese orden de valores», dice en el libro. El día de la boda, la suegra no dejó de refunfuñar: «Desde luego, no ha parado hasta cazarlo», susurró al marido.
El escritor aclara por qué para la familia fue una mala boda: «Esperanza venía de la burguesía y de la ‘’petite noblesse’', pero la alta aristocracia desprecia esos títulos conseguidos en el siglo XIX. Cuando llega, es una acomplejada social que se adapta y, como es una chica lista, con el tiempo se convierte en una réplica de mi madre: en la manera de hablar, la nasalización, el anecdotario». Al ciudadano le costará reconocer a la expresidenta de los madrileños en ese papel de esposa dócil que dibuja el marqués, «con el respeto reverencial que siempre han tenido las clases inferiores por la aristocracia». Pero insiste: «Si públicamente se la consideraba la Thatcher española, con su marido se transformaba en la mismísima encarnación de la mujer sumisa». Cabe imaginar el cisma familiar que desatarán sus palabras, pero él intuye que ni lo leerá. «La tradición aristocrática es no leer mucho y la reacción habitual sería el silencio y el olvido».
Disputa entre hermanos
¿Qué ha llevado al marqués de Cazaza a delatar sin piedad lo más sórdido de una parte de su linaje? En los últimos años, hemos seguido la disputa entre hermanos por la venta de un cuadro de Goya donado por el padre al esposo de Aguirre. ¿Es este el detonante? El escritor lamenta la mala gestión que ha hecho del patrimonio, pero sobre todo la traición. En 2012, poco después de morir el padre, almorzaron los dos hermanos con sus esposas. «De pronto –relata en ‘’La mala sangre’'–, la mujer de Fernando, presa de las lágrimas, confesó: ¡Estamos totalmente arruinados! Debemos más de seis millones de euros y los bancos no nos renuevan el crédito. Van a meter a Fernando en la cárcel». Les pareció imposible, pero entre todos le tendieron la mano. El resto lo detalla en el libro. Cabe reseñar esa última cena, el 25 de febrero de 2019: «Fernando era por fin el hombre más feliz del mundo. Había conseguido quedarse con la mayoría del patrimonio». Después de estos años de introspección creativa, el marqués de Cazaza encuentra que los Ramírez de Haro en general y el XVI conde de Bornos (su hermano) en particular, se ajustan a la definición del marqués de Bradomín de Valle-Inclán: «Feo, católico y sentimental». Se confiesa un hombre herido. «Siento dolor por la situación de un hermano que se convierte en ladrón después de salvarle de la ruina. No es lo económico, sino descubrir que todo era mentira, pura hipocresía. Mi hermano no me amaba y su plan fue siempre apropiarse de todo con ansia, avaricia y codicia. No le bastó el reparto privilegiado de mi padre».
Diplomático para la Unesco y dramaturgo controvertido, vive en París junto a su mujer, Dafna Mazin, y tiene dos hijos, Tristán y Olivia. Piensa que la aristocracia a la que pertenece es «una secta en extinción que debería pedir subvención al Gobierno para que, al menos, quede como memoria histórica». Pero lo que realmente desea es deshacerse «de esta mala sangre, de estos malos genes». Sin embargo, comprueba que se va convirtiendo en lo que nunca quisiera: su padre. «Reproduzco todo lo que detesto, los mismos gestos, las mismas toses y hasta los mismos suspiros», escribe en el libro. Hasta ese aliento que tanto odió cree que le huele igual.
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