El derbi de Champions

Andalucía
A estas alturas se hace difícil saber dónde estamos. Las declaraciones iniciales de nuestro mesiánico President (26/9/2012) fueron: «Primero hay que intentarlo de acuerdo con las leyes y, si no se puede, hacerlo igualmente»; añadiendo: «La democracia está por encima de las leyes», cuando precisamente aquella se asienta en éstas. ¡Qué ejemplo! ¡Qué soberano desconocimiento de los fundamentos democráticos!
Hoy, lo que parecía que pudiera acabar en un proceso ilegal de independencia ha variado sustancialmente, y ello por las encuestas electorales de noviembre (el principal objetivo), la locura del proceso y el acuerdo Inglaterra-Escocia. Ahora, asistimos a un lenguaje de aceptación de la legalidad. Eso sí, después de haber encendido la mecha y con la amenaza de internacionalizar jurídicamente la cuestión. En tan poco tiempo: ¿cómo el Sr. Mas se puede desdecir? Debería dar qué pensar a sus votantes. En el mejor de los casos es una improvisación irreflexiva y manifiesta. ¡Con este señor nos jugamos los duros! ¡Qué pavor!
Cualquier acuerdo que pudiera alcanzarse, sin amenazas, desde la serenidad y el rigor, sería bienvenido no sólo por los catalanes sino por toda España. Pero el proceso ha empezado mal. Cierto es que lo sucedido en Escocia –veremos las diferencias– propicia una tregua, porque alumbra que cualquier proceso de esta naturaleza debe ser pactado. Sin embargo, el antecedente será deformado hasta la saciedad, con el sofisma: ¿si Inglaterra cede, por qué no cede España? Ellos son democráticos, España no.
Tanto el independentismo como el nacionalismo, que no quiere la ruptura con España pero que ve con simpatía que el asunto se lleve al límite, se sustenta en: (I) el expolio fiscal, (II) otras situaciones que se dicen similares (Chequia, Kosovo, Escocia, Quebec, Bélgica), (III) la historia y (IV) el derecho a decidir. Estos elementos justifican la descarada presión a la que asistimos para, amenazando con la independencia, obtener lo máximo que se pueda a corto, esperando volver a repetir la «partida de "poker"» cuando el momento vuelva a ser propicio.
Un catalanista, amigo cercano, (su pedigrí, –que ahora se pide para poder llevar la contraria–, seguro se remonta a Wifredo el Piloso), me comentaba el otro día que lo que le saca de quicio es que quien representa a Cataluña en la mesa de «poker» no se juega nada de su patrimonio personal, y que si se pierde, no serán ellos los que soporten las pérdidas del envite. ¡Qué razón llevas, amigo mío! El coste será para los ciudadanos a los que se les ha garantizado que la apuesta es segura. Eso sí, sin concretar, cómo, cuánto y cuándo se obtendrá la ganancia. El beneficio en términos económicos para Cataluña no es pues lo único que se «vende» para justificar la independencia o cambiar el estatus de Cataluña en España. No es suficiente porque no soporta un análisis riguroso (por más que el modelo deba ser objeto de actualización). El catalán, al final hará bien los números y enseguida se dará cuenta de que si el Principado vuelve a superar la media de renta per cápita de la UE (desde luego así no vamos bien), deberá realizar similar esfuerzo fiscal a favor de los socios comunitarios menos favorecidos (fondos de cohesión interterritorial UE y cualquier otro sistema). Parece que no importa; ni siquiera se ha intentado cuantificar. Da igual un déficit con Europa y el seguro brutal incremento de los gastos correspondientes a la «estructura propia de Estado» (ver artículos anteriores). Lo que «vende» es que no se aporte a España.
¿A cuánto ascendería la aportación a la UE de una Cataluña independiente y próspera? Alemania se niega a soportar sola todo el peso de la quiebra de otros países o simplemente su desarrollo. A lo mejor, tanto si se trata de pedir, como de dar lo menos posible, cualquier presidente de la República catalana se enfrentaría mejor a Frau Merkel, con 7M de habitantes y 195kM de PIB, que una España con 47M de habitantes y 1.051kM de PIB. Pero vamos a ver, ¿para quién es más importante Cataluña? ¿Para el resto de la UE o para España? Desde la lealtad institucional ¿de quién podemos, razonablemente, obtener más? ¿O es que también nos iríamos de la UE si diéramos más de lo que recibiéramos?
Tampoco parece que el despilfarro, la corrupción y la mala gestión puedan sostenerse, seriamente, como razón y causa del nacionalismo separatista. Cataluña no sólo no ha sido ajena a estas lacras, sino que se encuentra en primera línea.
Siendo esto así, el déficit de Cataluña en tiempos de bonanza (en los de penuria, superávit de 4.015 millones en 2009), no puede ser el único resorte con el que se ha venido maniobrando para que en Cataluña vuelva a calar el deseo de romper con España. La necesidad política de la propia CiU ha resucitado e instrumentalizado arteramente el rencor y el desafecto en este grave momento de crisis económica y descontento generalizado.
Ese rencor y desafección no existirían en Cataluña, al menos con este alcance, si el nacionalismo, además, no hubiera interpretado la convulsa historia de España en determinada clave. Esa particular visión histórica ha llevado a la creencia generalizada de que Cataluña es una nación desde los tiempos de Wifredo el Piloso (siglo IX), y que ha visto atacados permanentemente sus derechos, sus instituciones, su lengua y su cultura. El cóctel está servido. Se hace pues necesario adentrarse en el espinoso terreno de la interpretación histórica. Empecemos por el final.
En la web de la Generalitat (www.gencat.cat/catalunya/cas/coneiser-historia.htm), al final se puede leer textualmente: «La vigencia del Estatuto (1979) coincidió con una de las épocas de mayor desarrollo económico y social de Cataluña, y 25 años después se consideró que había llegado el momento de poner al día la norma básica que regía el país (Estatuto 2006)». Sobran comentarios. El Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 establecía en su artículo 1: «Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español, con arreglo a la Constitución de la República…»; y en el 18, se fijaba la posibilidad de su reforma siempre que se contase con la aprobación de las Cortes Generales de la República. En febrero de 1936 se reinstauró ese Estatut, siendo elegido Lluís Companys como President de la Generalitat, después de la suspensión (1934) por la declaración unilateral federalista del propio Companys.
Nadie duda que durante la postguerra hasta 1975 la falta de libertades –hubo carencia en toda España– incidiera en la lengua catalana y en sus instituciones, poniendo trabas a la primera y suprimiendo las segundas. Pero el desafecto y rencor que ahora resurge no puede derivar del periodo de plena democracia que desde 1978 venimos viviendo hasta la fecha. A lo más se han cometido errores, que no pueden ni deben justificar la resurrección del separatismo.
El periodo de Guerra Civil y postguerra ha sido superado por las«dos Españas» y el recíproco perdón se ha impuesto al rencor (resucitado ahora en estos lares). Se ha implantado un sistema democrático y Cataluña ha recuperado y desarrollado sus instituciones y su lengua como en ningún otro periodo de la historia. La aspiración de enseñar la lengua y la historia de Cataluña ha basculado de tal forma que se multa por no rotular en catalán, y es ahora el Estado el que reclama un más leal y eficaz desarrollo de las sentencias sobre el castellano y una mayor presencia de una historia común y objetiva en la enseñanza.
Cuando se habla del modelo educativo, e intentando desacreditar a todo aquel que piense diferente, ¿a qué viene que el Sr. Mas refiera el lema del franquismo «una, grande y libre»? ¿Con qué legitimidad habla de insultos? Y eso lo dice un presidente que tendría, y no sólo de boquilla, que respetar cualquier sensibilidad. Desde su alta responsabilidad ¿cómo es posible que sea capaz de generar tanta inquina?
El contenido de la Constitución de 1978, que se sometió a referéndum, fue fruto del pacto de las diferentes sensibilidades políticas, nacionalismos incluidos, en un momento de temor a una involución. Quien por eso quiera quitarle legitimidad al texto constitucional no puede desconocer (I) que los diputados catalanes defendieron el artículo 2 CE (unidad España, y solidaridad), uno de los más públicamente debatidos, a cambio de incluir el término nacionalidades y el reconocimiento de las autonomías y (II) que el referéndum en el Principado para la aprobación de la CE (32,29% de abstención) obtuvo el 90,46% de los votos emitidos por los catalanes, porcentaje sólo superado por Canarias, Andalucía y Murcia. Los que ya peinamos canas, recordaremos que toda Cataluña salió a las calles al grito de «llibertat, amnistía i estatut d'autonomia». Además, tanto el Estatuto de 1979 como el de 2006 han mejorado el de 1932. La Constitución, y en consecuencia la unidad de España y su solidaridad interterritorial, fue lo que quiso democráticamente Cataluña. No puede sostenerse lo contrario.
Como argumento para quitar legitimidad a la inequívoca voluntad del pueblo catalán, expresada hace apenas 34 años, un buen amigo radical independentista me comentaba que la Constitución sólo la votó un 5% del censo actual de Cataluña. ¿Es que cada vez que haya un cambio generacional habrá que volver a votar una Constitución o los Estatutos? La verdad, la razonabilidad brilla por su ausencia. ¡Qué gran diferencia con Escocia! La consulta a los escoceses sobre la independencia vendrá después de más de 300 años desde que ese Reino independiente, voluntariamente, se unió a Inglaterra (1707). Antes de ese acuerdo, ni los romanos conquistaron nunca a los «pictos», ni luego –a sus herederos escoceses– los ingleses pudieron integrarlos en su Corona (salvo periodos no significativos). ¡Qué otra gran diferencia con Cataluña! Una cosa es que el catalanismo, más o menos cíclicamente, exprese aspiraciones de independencia, y otra, muy distinta, haber sido independiente hasta el s. XVIII como lo fue Escocia. Cataluña nunca lo ha sido. Muy ilustrativo que Cameron no haya entrado en el «juego» de mejorar la balanza fiscal de Escocia. Obvio, si se van, que sea con todas las consecuencias. Seguiré.
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