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OPINIÓN: Un dudoso estímulo
Los columnistas hacen predicciones por su cuenta y riesgo, pero yo voy a desmarcarme: si el huracán «Irene» termina sembrando el caos que ciertos analistas han pronosticado, será cuestión de días que algún experto asegure que toda la destrucción será buena en realidad para la economía. «Uno de los resultados más previsibles de cualquier desastre natural», comenta el economista Russell Roberts, «es la difusión de conceptos económicos de andar por casa».
Y pocas falacias económicas son más duraderas que el convencimiento de que los desastres naturales conllevan un beneficio neto para la sociedad, ya que el dinero para la recuperación estimula el empleo y la construcción.
Considere el enorme terremoto y el tsunami que devastaron Japón a principios de este año. Tres jornadas después de producirse el desastre, el izquierdista «Huffington Post» publicaba un ensayo del intelectual progresista Nathan Gardels celebrando «el consuelo del terremoto». Invitando a sus lectores a «mirar más allá de la devastación», observaba que «la madre naturaleza logró lo que la política fiscal y el banco central no supieron». Ahora los japoneses tendrán montones de puentes, «ciudades y regiones enteras» que reconstruir. «El resultado», concluía Gardels, «será más dinero en sus bolsillos».
Pero será en los de los supervivientes. No para las decenas de miles que perdieron la vida. Y todo el dinero del mundo no llenará el vacío que dejan aquellos cuyos cerebros, cuerpos o carreras profesionales se vieron permanentemente afectadas. Con independencia de lo que pueda obtener Japón fruto de los recursos destinados a la reconstrucción, nunca superará el valor de todo lo que se perdió a causa de la destrucción gratuita.
Aun así la convicción de que la devastación es una bendición nunca pasa de moda. «Parece de mal gusto hablar de dinero tras un acto de asesinato a gran escala», escribía el columnista Paul Krugman en «The New York Times» menos de 72 horas después de las atrocidades del 11-S, pero los atentados terroristas podrían «surtir cierto bien económico». Después de todo, Manhattan necesitaría «edificios de oficinas nuevos» y «reconstruir generará como poco algún incremento del gasto privado».
Lo mismo se dijo del «Katrina». No había escampado la tormenta cuando el economista de J.P. Morgan Anthony Chan decía que los huracanes tienden a estimular el crecimiento económico. El dinero destinado a reparar ventanas rotas representa una pérdida de riqueza, no un beneficio económico.
Hace más de 160 años, el politólogo francés Frederic Bastiat plasmó estas posturas en un relato ya famoso: Un chaval rompe un escaparate a un tendero, y todo el mundo condena la destrucción sin sentido. Entonces alguien insiste en que los daños materiales son en realidad para bien: los seis francos que le costará al tendero cambiar su escaparate beneficiarán al vidriero, en consecuencia tendrá más dinero que destinar a otra cosa. Esos seis francos cambian de manos y la economía crecerá.
El defecto fatal de esa forma de pensar, escribe Bastiat, reside en que se concentra exclusivamente «en lo que se ve a simple vista»: el vidriero al que se paga para poner el nuevo escaparate. Lo que se omite es «lo que no se ve», que el tendero, obligado a gastar seis francos para reparar los daños materiales, ha perdido la oportunidad de gastarlos en mejores zapatos, un libro nuevo o alguna otra mejora de su estándar de vida. El vidriero puede tener más, pero el tendero no y tampoco la sociedad en conjunto.
Los escaparates rotos no constituyen un estímulo económico. Los huracanes tampoco. La destrucción no tiene ninguna contraprestación. Ni siquiera si «los expertos» dicen lo contrario.
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