Europa

Benedicto XVI

Sé tú misma

La Razón
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En varias ocasiones y por distintos medios de comunicación, el Papa Benedicto XVI, reiterando el pensamiento que ya expresara su antecesor, ha insistido en la necesidad de que Europa vuelva a ser «ella misma». No en vano ha escogido para sí el mismo nombre del fundador de Castelgandolfo. Lógicamente se han despertado críti­cas muy acervas desde sectores hoy instalados en el poder que some­ten a los mandatos de un partido o grupo de partidos. Pues Europa, con independencia de que se comparta o no la fe del Vicario de Cristo, es, de hecho, una consecuencia del cristianismo. Y es éste el que ha proporcionado las dimensiones necesarias para convertirla en un modelo de cultura del que todas las demás han obtenido princi­pales enseñanzas. Hoy los cristianos están siendo perseguidos, con gran dureza en países islamistas, con gran habilidad allí en donde impone su poder el laicismo. Pero Europa no fue eso. Su experiencia le dice que cuando se aparta de los principios esenciales que nos explican la profunda dignidad de la persona humana, se inicia un despliegue hacia la violencia y el odio que constituyen los principales males. En la enseñanza cristiana una de las células esenciales se descubre cuando, al releer los textos evangelizadores, descubrimos que Dios es Amor. Y a este tema ha dedicado Benedicto XVI una de sus principales encíclicas. De ahí la consecuencia. Europa vive, en estos momentos una crisis depresiva tan grave como la de 1342, y casi tanto como las de 1680 y 1929. Analizándolas podemos llegar a comprender cuáles fueron las raíces y hacia donde han de llevar las consecuencias. En el fondo se trata de un problema moral de enormes dimensiones aunque para describirlo nos bastasen dos palabras: sucede cuando los bienes materiales (que son bienes, al fin y al cabo) dejan de ser medios para convertirse en fines. Si la empresa no sirve para dar vida sino únicamente para ganar dinero, el pecado de la codicia entra en juego. Y la Iglesia nos advierte que es, después de la soberbia, el más grave de los pecados capitales. Por eso el Papa, en España, que le angustia por su dramática ruptura, ha venido a proponernos precisamente eso: un retorno a los profundos valores morales que se contienen en el Evangelio. Precisamente en 1342, cuando era ya evidente el tremendo fenómeno de la gran depresión, que obedecía a causas semejantes a las que hoy padecemos, el desgaste de los modos de producción por una parte, y la difusión de la inmoralidad por otra, un Papa de no mucho presti­gio vino a recordar que en la persona humana existen tres derechos que deben ser calificados de «naturales» porque no son consecuencia de ningún contrato social sino que pertenecen a su naturaleza misma: vida, libertad y propiedad. Es precisamente lo que ahora no se respeta: el aborto es el primer paso para la destrucción de la vida, y no sabemos cuáles serán los pasos siguientes en la mentalidad de los políticos, si bien es evidente que cuanto antes mueran los pensionistas mayores serán los recursos del Estado. Seamos claros. Hoy Europa significa muy poco en el concierto mundial. Somos ya un miembro enfermo en la estructura mundial. Y los medios de curación que se proponen parecen más bien los de los curanderos al viejo estilo. El único remedio eficaz es volver a ser ella misma. En otros términos, restablecer el orden moral, leyendo cuidadosamen­te la Guía de Perplejos de Maimónides. Cierto que tiene muchos siglos, pero la perplejidad reina ahora poderosamente entre nosotros. ¿Qué debemos hacer? Deberíamos superar las rivalidades políticas. Una divergencia de ideas puede ser un valor positivo si se abandonan los ataques e injurias y sirven para sentarse en diálogo tenso para, entre todos buscar las soluciones adecuadas. Y no olvidemos que dichas soluciones pasan por el orden moral. Esos malos tratos, que ahora parecen erróneamente, competencia exclusiva de los varones o los desastres mortales en las carreteras, no se remediarán por muchos medios jurídicos o penales que inventemos (responden a una norma de la conducta), a menos que esta pueda ser regulada y rectificada. Esto es, precisamente, lo que en su histórico viaje, Benedicto XVI ha querido recordarnos a los españoles. Reevangelizar es el término empleado. Pero conviene precisar: la doctrina que defiende la Iglesia no se presenta como ninguna exclusiva sino como un servicio que se ofrece a toda la sociedad, esté compuesta o no de creyentes. A los cristianos corresponde desde luego la tarea de tratar de comunicar todos estos valores, haciéndo­lo con la palabra pero, sobre todo, con la conducta. Recordemos la sorpresa de los antiguos paganos al contemplar los primeros grupos de cristianos: ¡cómo se quieren! ¿Seremos nosotros capaces, hoy y ahora, de despertar iguales sentimientos? El Papa lo ha dicho y no podemos cansarnos de repetirlo: Dios, es decir la esencialidad pura, es Amor. Y en esto consiste ahora el gran problema del mundo: librarnos del odio que corrompe, y de esa memoria históri­ca que precisamente en el odio parece argumentarse.
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