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Túnez el dictador y la peluquera

La Razón
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Se habla con certeza de cualquier dictador sin saber su nombre ni el del país al que oprime. A esta hora, en la biblioteca de Alejandría, en Túnez y en el resto del planeta, sigue habiendo sólo dos tipos de dictadores: aquellos que son crueles y codiciosos y estos otros que son codiciosos y crueles. Antes que nadar en sangre y en oro, todos creen que el sol sale cuando ellos se levantan. Es verdad que ahítos de la rutina del aniquilamiento, algunos se aflojan, e incluso en la infamia, acaban mostrando su endeblez: realmente habían venido a no dejar ni el relente. Matan, sí, y liquidan los años de las gentes de un país, pero ponen tal celo en atentar contra el séptimo que se roban incluso a sí mismos. Como aquel conde de De Sica, al que su madre, la condesa, ordenaba que fuera cacheado por el servicio antes de salir de su propia casa porque siempre aprovechaba los paseos para sisar un cenicero de plata. La mediocridad, por humana, alcanza a la satrapía y nos ofrece tiranos feroces pero tan pulcros con su moral de costumbres como el derrotado por las letras de Umbral: sentado en una mesa camilla y merendando chocolate con soconusco mientras firma sentencias de muerte. En el caso tunecino, Ben Ali cumplía oficialmente con el ramadán aunque su concubina, la peluquera, ya se había asegurado los beneficios de la compañía de teléfonos bajo el ensordecedor ruido de un moldeado.