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Educación e incultura

La Razón
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Tal vez la cultura sea el resto de aquellas enseñanzas que se recibieron en los diversos niveles, una vez la memoria ha perdido la variopinta suma de conocimientos en apariencia inútiles. A ello cabe añadir el ámbito familiar, que deja su impronta en cada ciudadano, sea cual sea su clase social u origen geográfico. Tales factores, sin embargo, no permiten definir lo que entendemos como educación cívica, puesto que, además, algo genético o de sensibilidad congénita convierte al individuo en cómo es y se comporta y al conjunto de una sociedad como bien o mal educada, respetuosa con la cultura de los demás o indiferente y hasta contraria a ella. Responsabilidad de los centros educativos es la enseñanza y podemos calcular por encuestas propias y ajenas cuán lejos estamos aún de la excelencia. La Ley de Educación, elaborada con buenas intenciones y presuntos deseos de mejorar la situación, no fue posible consensuarla entre las dos grandes formaciones políticas y habrá que esperar hasta cuando sea y logre combinar la oportuna formación profesional para conducir al joven al mercado del trabajo y a la buena educación, porque resultaría anacrónico retornar a las clases de urbanidad. Que el Gobierno era consciente de nuestros malos modales individuales y colectivos dio como fruto una controvertida modernez de ciudadanía que inmediatamente se politizó. Parece como si la política –según se entiende por estos pagos– usufructe o atrape como un pulpo cualquier iniciativa. Sin embargo, no toda la responsabilidad deriva, como señalábamos, de los medios educativos, por deficientes que sean. Las carencias proceden de vacíos familiares y de tolerancia hacia actitudes, que antes no se daban, fruto del tiempo y de las debilidades de un sistema de convivencia.
Hemos adoptado una democracia mal entendida en varios planos. Andan descontentos los políticos por el problema que supone la relación entre el número de votos y la representatividad. Tampoco los problemas de las Comunidades lograron conformar un Senado concebido para ello. Pero esta democracia que se consiguió a base de renuncias y múltiples sacrificios trajo consigo también una falsa idea igualitaria, que no progresista. No sólo en los centros se inició el tuteo de los alumnos a los profesores, que fue tan bien recibido, porque implicaba confianza y destruía míticas barreras, sino que en el seno de la propia familia los padres se convirtieron en naturales compañeros de juegos infantiles y, después, en otra suerte de pésimos confidentes durante la adolescencia y hasta más allá. Entre tanto, se desestructuraban parejas e hijos y esto ya no tiene vuelta de hoja. Nuestros jóvenes prolongan –y en ocasiones no sin traumas por ambas partes– la estancia en el nido hogareño hasta entrada la madurez. Y, ahora, retornan, por lo de la crisis. Pero no es ésta la que ha fomentado el incivismo o la mala educación. Llega de antes. Tuvimos que asimilar, a un tiempo, la quiebra de los valores occidentales, a la vez que una democracia de renuncias, y confundimos derechos con deberes. Aquellos jóvenes y sus padres han dado origen a una cultura urbana (porque el éxodo del campo a la ciudad se ha convertido en irreversible), donde priman defectos. Del utópico igualitarismo deriva, en parte, la mala educación, la insolidaridad, la escasa capacidad de sacrificio, el desprecio hacia los otros y sus bienes, el acentuado egoísmo y también cierta forma de corrupción moral, porque la pérdida de valores no fue reemplazada. Y la tecnología no ha hecho sino disminuir el interés hacia lo que tradicionalmente se entendía como cultura: algo tan inútil como arcaico.
En poco tiempo se perdió la tradición clásica, que había logrado mantenerse, mejor o peor, en la enseñanza del viejo Bachillerato. Se estudiaba latín y griego (aunque fuera mal) y la literatura nacional y universal, la historia (con más detalle, aunque deformada). Existían varios cursos de filosofía escolástica. Se estudiaba francés, más próximo, menos comercial. Y ello no impedía cursar todas y cada una de las asignaturas científicas. A los diez años, en el examen de ingreso al Bachillerato, no podían cometerse más de tres faltas de ortografía, algo a lo que hoy no se le concede importancia, ni siquiera en la Universidad. La exigencia educativa ha sido descendente y, tras varias leyes, se ha pasado a la situación actual, donde convive un sistema público, otro concertado y otro privado, creando una varia tipología de alumnos, a la que debe añadirse la hipotética capacidad asimiladora de una emigración desbordante. Pero aún en los ámbitos más privilegiados, se deja sentir que el abandono progresivo de los estudios humanísticos reduce los niveles de una cultura que nos había caracterizado. Desde el siglo XVII se venía debatiendo en Europa si había que elegir modelos antiguos o modernos. Hoy sólo cabe ser moderno y andar con la tableta o el móvil multiuso, así como despreciar cuanto signifique autoridad cultural o moral. La prueba del nueve se dio en el desfile del pasado 12 de octubre. Se ha olvidado el buen gusto y se entiende por legal lo que es a todas luces irregular. En ocasiones, las leyes contribuyen a justificar acciones. El movimiento okupa no es tan sólo fruto de la escasez de vivienda y los antisistema globales que lo defienden carecen de ideología, salvo la coincidencia en el repudio de una sociedad. ¿Para qué leer o para qué aprender?, muchos se preguntan ya. Nos sorprende que la semilla que sembramos fructifique.