Chile

El teatro que más duele

Un teatro directo. Un teatro sin artificios. Un teatro honesto que apela al espectador, a la vieja inclinación humana de contar y de escuchar y ver historias. David Mamet, guionista, dramaturgo y director cinematográfico. Multipremiado, genialoide y polifacético.

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Al creador de «Glengarry Glen Ross» y «American Buffalo» no le bastan las inquietudes inmediatas de la escritura predestinada para la representación. Ahora se ha adentrado en las procelosas y discutidas aguas de la teoría escénica con un texto bautizado elocuentemente «Manifiesto», que es un título que orienta y despeja dudas. Comienza con una anécdota aclaratoria que asienta de antemano bastantes bases.

De novelista a dramaturgo
«Harold Clurman, a los ochenta años o cosa así, llevó a mi mujer al teatro. Mediado el segundo acto, mi mujer notó que su acompañante le ponía una mano en la rodilla y a continuación la deslizaba bajo la falda. "Harold, por favor –le dijo–, ¿qué haces?". Y él le contestó: "Yo al teatro vengo a pasarlo bien"». Bueno. Pues lo mismo que yo, lo mismo que todo el mundo; y ésa es o debería ser nuestra única motivación». Mamet coincidiría con el realizador John Ford, que sostenía que a una película se le podía consentir cualquier defecto menos uno: aburrir.

La máxima de Don Delillo, por el contrario, sería, sobre todo, no dejar indiferente. Sus planteamientos siempre son radicales y los temas elegidos, los que más arden en la hoguera de la actualidad. DeLillo, gracias a su novela, «Underworld», dejó de ser un escritor de culto para ingresar en el firmamento de las superestrellas literarias norteamericanas. Su vocación por el teatro fue puramente accidental: «No recuerdo muy bien cómo empezó todo, sólo que tuve una idea que parecía exigir un espacio limitado.

Lo que vi fue personajes en un entorno artificial, un hospital que no es necesariamente un hospital: no era el tipo de realidad que un novelista imagina». Y ese tipo de influjo le ha llamado otras veces más, pues tras «La habitación blanca» (1986), vinieron «Valparaíso» (1989), «Sangre de amor engañado» y un par de piezas cortísimas más. Los mismos críticos que le alaban por su presa novelesca, le critican por la falta de verosimilutud de los diálogos de sus obras escénicas.

Sus personajes están tan preocupados por lo que dicen que por cómo lo dicen. No en vano abordan temas tan complejos como la eutanasia, las enfermedades mentales o la dominación de los medios audiovisaules. Él mismo lo admite: «Los personajes hablan de manera artificial, como si la jerga fuera el único lazo que los une. Los diálogos de mis obras son muy diferente a los de mis novelas: son menos naturalistas», asegura Delillo.
Desde unas páginas valientes, que dan la impresión de revolverse contra las imposturas, los artificios y los espectáculos vacuos, sencillotes y recurrentes, Mamet parece responderle comparando su forma de escribir con la de otros.

«Viejo estilo»:
-Tiene usted que pagar el alquiler.
-No "puedo"pagar el alquiler.

«Nuevo estilo»:
-Mujer frágil e inaceptable, homosexual, afroamericana, márchate. No te quiero aquí.
-Pero, ¿es que nadie se da cuenta de que también somos personas...?
Lo mismo», concluye.

En lo que sí parecen estar ambos de acuerdo es en la importancia que conceden a los intérpretes. Delillo, aunque acostumbra a diseñar estructuras precisas en las que no sobra una palabra, considera, sin embargo, que cuando escribe para la escena: «El "verdadero"trabajo del dramaturgo comienza con los ensayos», es decir, está dispuesto a reescribirse.
Mamet, responsable del brillante guión de «Veredicto final», parte de su experiencia y, también, de lo que ha oído, sentido y observado a lo largo de su trayectoria profesional. Pero su sinceridad se convierte en algo políticamente incorrecto: «No hay "actores Stanislavsky", ni "actores Meisner", ni "actores del Método".

Hay actores (de más o menos talento) y hay no actores». Mamet reconoce que el punto de partida, el origen de su vocación como director fue sus escasas dotes para desempeñar una interpretación con efectividad y convencimiento en un escenario. Pero esa pequeña lección vital, lejos de amargarle, le empujó hacia una deriva que le ha apartado de resentimientos. Pero no de claridad: «La tarea del actor consiste en representar la obra de modo que su interpretación resulte más placentera –para el público– que una mera lectura del texto». Y llega a afirmar: «El teatro no necesita más profesores ni más directores; necesita más escritores y actores, y ambos proceden del mismo vivero que los aspirantes: todos aquellos a quienes ofende, divierte, fascina o entristece la infinita variedad de la interacción humana, que siempre comienza con buenos presagios y que, no obstante, suele terminar muy mal».

Mamet reconoce una peculiar manera de entender el trabajo interpretativo de los actores. ¿Cómo interiorizar un personaje? Cómo expresar las emociones? Prefiere dejar los circunloquios para otros y responde con una elementalidad asombrosa: «El verdadero talento del actor, su verdadera tarea, consiste en habitar -lo entienda él como lo entienda- su papel. Quedarse quieto y decir las palabras... para lograr algo parecido al propósito indicado por el autor. En eso consiste la cosa». Para eso derrumba mitos, tira barreras, simplifica las tareas: «Lo único que sabemos del personaje es lo que dice la obra». Y reconoce algo importante, que el actor «no necesita que lo cuezan a fuego lento ni lo manipulen los muy mediocres de los teóricos -y conste que me incluyo en lo dicho-, que no son sino los revisores del tren, pero se toman por maquinistas».

Los temas insustanciales
Llegamos al espinoso terreno de si el debe ser o no político. Mamet habla: «No, en absoluto. La tarea del teatro consiste en investigar la condición humana. La condición humana es trágica, nos condena a nuestra propia naturaleza; y cómica: nos condena nuestra propia naturaleza, pero no existe la gracia». No conocemos la respuesta de Delillo, pero podemos deducirla de sus textos. El ser humano no es omnisciente, sin duda alguna, ni como individuo ni como como Estado, ni como ninguno de esos grupos que pretenden sustituir al Estado; y nuestra errónea percepción de nosotros mismos como dioses superiores al texto, o como semidioses incapaces de error y con venia para abarcar lo que carece de significado, enrola el teatro al servicio del totalitarismo.

El escritor, como señalábamos antes, siempre mete el dedo donde duele, así que podríamos convenir que su teatro es político, sin embargo, nunca da una visión unívoca de la realidad. Por ejemplo, en su primera pieza, «La habitación blanca», no permite discernir al espectador si los protagonistas son enfermos mentales, los médicos que les atienden o ambas cosas. Cuando se pone aún mas trascendente, en «Sangre de amor engañado», un brillante intelectual se ve condenado a vivir en estado vegetativo. Tal circunstancia reúne a su joven mujer, a su ex mujer –de una edad similar a la suya– y a su hijo.

Los esfuerzos del dramaturgo por contemplar todas las perspectivas sobre la eutanasia son tantas que no cualquier espectador será capaz de averiguar cuál es su verdadera opinión sobre el tema. Más política aún es la reflexión que subyace bajo «Valparaíso», que comienza con una anécdota tan sencilla como que un «yuppie» se esquivoca de avión cuando va camino de Valparaíso, pues existe una localidad con ese nombre en el estado de Indiana, otra en Florida y una tercera en Chile. Los medios de comuncación encuentran el hecho irresistiblemente curioso y comienzan a introducirse en todos los rincones de su vida. Semejante parábola para justificar su teoría de que «la Guerra Fría tenía que acabar con la barrera entre las noticias sustanciales e insustanciales».

La conciencia de lo que implica ser dramaturgo parece ser mucho mayor en Mamet que en Delillo, pues el primero establece toda una teoría, quizá porque de ellos vive hace años, mientras que el otro lo considera incidental. «¿Qué es esencial?», se pregunta, en una obra de teatro Mamet. «No es la poesía, ni las emociones ni tampoco una idea ("la mera presentación de una ide ase denomina conferencia"). No, lo primordial para Mamet es "la trama". El dramaturgo da la impresión que defiende un teatro de acción. En sus palabras: «Vamos al teatro para ver acción: queremos ver lo que los personajes "hacen"».
 
Broadway, apeadero para turistas
David Mamet (a la derecha) explica las diferencias entre comedia, tragedia y drama, pero también ahonda en esa transformación que ha convertido los escenarios de Broadway, cuna del teatro norteamericano, en un apeadero internacional para toda clase de turistas, Explica cómo la paulatina decadencia de la clase media, la incapacidad de encontrar un público formado, culto y con unas posibilidades adquisitivas normales, han repercutido en el estreno de obras dramáticas y han reducido la cartelera. «Hoy, el público de Broadway está integrado predominatemente por turistas y gente rica de vacaciones que, son, en general, los únicos que pueden costearse la vida neoyorquina».

El detalle. Obras de un minuto
Si la forma es primordial en el teatro de DeLillo (debajo), en dos de sus piezas, «El arrebato del deportista en su asunción al cielo» (1990) y «El misterio en mitad de la vida ordinaria», resulta extrema. Ambas llevan el subtitulo de «obras de un minuto». Apenas llenan tres páginas de un libro, pero les sobra contundencia. La priemera está situada en una cancha de tenis, justo después de que el jugador pone el colofón a su carrera con una gran victoria y un entrevistador se dispone a pulsar su opinión. La segunda es una miniconversación, en apariencia ordinaria, de una pareja. Basta con un párrafo, envuelto en situaciones del día, para dejar temblando al espectador, mientras la vida de los personajes continúa indemne.