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Maite querida

La Razón
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Hace un par de años descubrí, cerca de mi casa, una taberna especial. De nombre «El sotanillo», tenía todo lo que yo necesito para estar a gusto, una terraza con árboles en medio de una plaza silenciosa, unas raciones mediterráneas hechas con todo el mimo del mundo, y a Maite, su dueña y única camarera. Desde el principio conecté con esa mujer, su mirada de una tierna hondura me reconfortaba de la dureza del asfalto, su solidaridad con los desheredados, a los que regalaba bocadillos, me alegraba el alma. El otro día, acudí a cenar a su terraza. La noté extraña, acaso más guapa y serena. Nos puso la cena con más cariño que nunca y, en un momento, se sentó a mi lado y me susurró: «Te veo feliz, Paloma, cómo me alegro, vive el presente, disfruta». Un rato después entré en el local y vi a un grupo de adolescentes, ángeles con cara de malos, ayudando en la barra, haciendo reír tímidamente a Jaime, el cocinero y marido de Maite. Son mis niños, me dijo ella, mis hijos todos. Uno de los chavales se me acercó y me lo contó: «Jaime hijo, ha muerto hace unos días». Fue tal el vuelco de mi corazón que sólo pude abrazar a Maite, infinitamente. Ella me consoló y me pidió que no se lo dijera a mi niña todavía, a la que su niño conocía. Ella, sin consuelo, siguió poniendo raciones de calamares y llamando amor a sus clientes. Ella, sin desfallecer, enseñaba a los amigos de su hijo a poner cervezas. Maite es una madre rota que mira al cielo. Pero sigue viendo, como los más grandes. Como los maestros de la vida.