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Retornan los totalitarismos

La Razón
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El término político «totalitario» es un descubrimiento de Lenin: para afirmar el sistema, enderezándolo en el sentido contrario al del liberalismo parlamentario que él identificaba con el capitalismo, era preciso invertir los términos, sometiendo el Estado al Partido y entregando a éste tanto la autoridad como la potestad. De este modo a la fuerza política podía corresponder la identificación entre los dos términos: el Partido debe señalar aquello que es legítimo y debe hacerse y, al mismo tiempo, poner en marcha los mecanismos para su cumplimiento. Es cierto que al principio tanto Lenin como sus imitadores en Alemania e Italia, pensaban en que ese partido debía ser único, aunque invocando siempre la definición de «socialista». Cuando Hitler ingresó en él, se llamaba Partido Socialista Obrero Alemán; lo coronó imponiéndose esa N de los nacionalistas. Y en Italia Mussolini, alto dirigente del Partido socialista, cambió los nombres de sus células desde «fascios del lavoro» a «fascios di combattimento». Un error que debe ser rectificado es el de calificar a ambos movimientos como extrema derecha. Ellos estaban pensando lo contrario.

La Iglesia en tiempos del Papa Pio XI (encíclicas Mit brennender Dorge y Divini Redemptoris) se adelantó a condenar los totalitarismos, advirtiendo de los peligros que significaban para la persona humana. Mientras tanto los soviets ponían en marcha un nuevo concepto, democracia popular, para oponerlo a la democracia liberal parlamentaria que, a su juicio, no era otra cosa que la heredera y defensora del capitalismo. La Segunda Guerra Mundial, que condujo a un fracaso, inmediato en unos casos, a largo plazo en otros, de esta primera forma de totalitarismo, no ha podido eliminar esa tendencia, que sobrevive, se repone en algunos países, e influye poco a poco en otros al incrementar la potencia de los partidos que han llegado a ser protagonistas completos de la vida política. Surge aquí la pregunta: ¿es posible que el totalitarismo, es decir sometimiento del Estado a la voluntad de los partidos sea posible cuando éstos son varios y no uno sólo como al principio, erróneamente se creyera? Durante siglos la civilización occidental ha venido trabajando en una línea que se apoya en tres puntos muy esenciales: reconocer que la persona humana está dotada de derechos que pertenecen a su naturaleza (derecho de gentes) los cuales deben ser reconocidos y no sustituidos por otros que, al margen de ella sean impuestos desde la voluntad política; las relaciones entre el poder del Estado (soberanía) y el reino o comunidad política, se apoyan en leyes que uno y otro deben respetar y obedecer, siendo reputado tirano el monarca que se aparta de ellas; y finalmente establecer la recíproca independencia entre esos tres poderes, legislativo, que corresponde a las Cortes, ejecutivo, de los dirigentes del Estado, y judicial que se nutre de sí mismo.

A mediados del siglo XVIII, y recogiendo experiencias que en Europa se venían viviendo desde el siglo XIV, Montesquieu intentó hacer una síntesis cargada también de severas advertencias. Su influencia llegaría a ser extraordinaria. No se trataba únicamente de afirmar la doctrina de la separación entre los tres poderes sino de destacar que el órden ético es el requisito indispensable de la libertad. Ahora todo esto se ha abandonado y confundimos libertad con independencia, es decir, opción para que cada uno pueda hacer lo que le da la gana, sin parar mientes en que con ello daña al prójimo cuyos derechos no respeta. La libertad está íntimamente ligada con la conciencia del deber: para que yo pueda sentirme libre es indispensable que cuantos conmigo comparten el uso de la sociedad se muestren atentos en el cumplimiento de sus deberes. Pues bien, y es aquí en donde percibimos el peligro de esa resurrección de los totalitarismos, se está ensayando la omnipotencia de los partidos que para sí asumen autoridad y poder, otorgando la compensación de que puedan ver varios en lugar de uno solo. Ahora bien: si uno de esos partidos logra la que llama mayoría absoluta, entonces, dueño del Estado y poco a poco de los recintos de los tres poderes, ejerce un mando absoluto que no necesita tener en cuenta el parecer o interés de los ciudadanos. Se parte de una noción. El partido no es simple asociación de personas sino una parte del Estado; quiero decir que no se sostiene con las cuotas de sus afiliados, sino con la parte de los recursos del Estado que, de acuerdo con el número con que figura le corresponde recibir. En consecuencia los afiliados significan poco. Es una élite restringida la que, reunida en despachos, redacta las listas de candidatos que va a presentar ante los ciudadanos.

Ahora bien esa lista es intangible. El ciudadano actúa como árbitro depositando su voto, pero no puede alterar, modificar o tachar ninguno de los nombres. Vota a un partido y no a unas personas concretas: los nombres que figuran al principio de la lista, saben que, cualquiera que sea el resultado, ellos estarán en las Cortes o en los parlamentos o en los concejos. De modo que al ciudadano sólo se ha reservado una función: de entre las listas que se me proponen yo elijo aquella que me parece mejor. Tal vez suceda también que esa opción sea simplemente por el menos malo. Desde aquí el poder ejecutivo y también el legislativo queda en manos de los partidos mayoritarios. Con un número de diputados o asambleístas suficientes, en la nueva democracia totalitaria se puede llegar incluso a quebrantar el orden de la naturaleza. Y, desde luego, a intervenir en la conducta y en el patrimonio. Desde el Estado de los partidos se dice a los ciudadanos que parte de sus ganancias puede retener, y cual otra debe convertirse en impuesto. En este avance paulatino, que arrincona dimensiones como la libertad religiosa a la opción puramente individual, sin aceptar repercusiones sobre la sociedad, se ha descubierto finalmente el modo de interferir en la Justicia. Por encima del Tribunal Supremo se establece un Tribunal Constitucional cuyos miembros, designados por los partidos, reflejan la cuantificación de estos. De modo que una sentencia judicial en cumplimiento de la Constitución, puede ser revocada y anulada por un acuerdo de este nuevo Tribunal a quien corresponde el papel de absoluto, es decir, sin que pueda recurrirse de él a ninguna instancia superior. Debemos meditar cuidadosamente sobre estos puntos, sin dejarnos llevar por la crítica o el rencor: pero, sin duda, el futuro depende de que seamos capaces de devolver a la persona humana su tarea esencial. Sin ella la democracia se habrá desviado del camino. Los viejos ya no podemos hacer otra cosa que formular advertencias, desde la experiencia de los tiempos pasados.