Noruega

En defensa de la democracia

La Razón
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El mundo se encuentra conmocionado por la magnitud de la matanza perpetrada en Noruega. Tras varias horas de confusión y falta de información, en las que las autoridades nórdicas parecieron colapsadas, el último balance de la Policía elevó a 92 el número de muertos como consecuencia del doble ataque registrado en Oslo y en la isla de Utoya. En concreto, la gran explosión que sacudió el distrito gubernamental de la capital causó siete víctimas mortales y el tirador que abrió fuego en un campamento juvenil del gobernante Partido Laborista en la isla acabó con la vida de 85 personas. Aunque la confusión es importante y las investigaciones progresan muy lentamente, el arresto del terrorista de Utoya puede ser definitivo para averiguar lo ocurrido en detalle y si se trató de la actuación de un fanático o la de una estructura terrorista. La personalidad del presunto atacante, Anders Behring Breivik, de 32 años, parece la de un desequilibrado que podría asemejarse, por ejemplo, a los jóvenes de la escuela Columbine, que asesinaron a trece personas en 1999, o al terrorista de Oklahoma City que detonó un camión bomba contra el Edificio Federal Alfred P. Murrah y causó 168 muertos en 1995.

Sean perturbados con móvil político o no, el acto vil y brutal ocurrido en Noruega demuestra que cualquier sociedad, por idílica que sea, puede engendrar un monstruo o alumbrar actos brutales contra la convivencia y la paz. Ninguna sociedad está a salvo. Ni siquiera una como la noruega que tiene un bajísimo porcentaje de delitos y violencia en las calles y cuya Policía no va ni siquiera armada. Es imprescindible que el país y el resto de las democracias sepan extraer las conclusiones precisas de una tragedia así. En los próximos días y semanas será necesario revisar y extremar la seguridad interior y los trabajos de inteligencia para entender y conocer cómo se pudo organizar un ataque de esa magnitud, con una logística compleja, sin que los servicios de seguridad fueran capaces no ya de evitarlo, sino siquiera de sospecharlo. Si existió un exceso de confianza, una falsa apariencia de seguridad o sencillamente un cúmulo de infortunios, imprudencias o negligencias que favorecieron al o a los terroristas, constituyen detalles imprescindibles para intentar que un drama así no vuelva a repetirse.

Noruega no es sólo una de las naciones más ricas del mundo e ícono del éxito del Estado del Bienestar, sino que también constituye un ejemplo por sus compromisos internacionales y su grado de implicación en la lucha contra el terrorismo y los totalitarismos. El terror desafía constantemente los principios de la democracia y pone a prueba a sus sociedades. Y la respuesta debe ser mantener la confianza en el sistema y la convicción de que los criminales no lograrán sus objetivos. Por esa razón, Noruega y el resto de naciones libres están en la obligación de preservar sus valores y no ceder ante quienes pretenden subyugar sus libertades. Es una cuestión de supervivencia. Si se flaquea, los terroristas habrán conseguido lo que querían: inocular el pánico y la inseguridad en las sociedades y resquebrajar su moral y convicciones. Todas las respuestas están en el Estado de Derecho y hay que aferrarse a él.