Historia

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Ruinas y banderas

La Razón
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En una conversación con muchachos que rondan los veinte años les reproché su indolencia y les dije que si quieren un mundo mejor, tendrán que salir a la calle y hacer algo útil por conseguirlo, que la resignación en la que viven no es una conquista sino un acto de cobardía y que el techo de la felicidad humana no es abrir la boca y que alguien te meta a cucharadas la comida en ella. También les dije que no sirve de excusa ampararse en los errores cometidos por las generaciones precedentes. Los europeos que después de la II Guerra Mundial heredaron una docena de países en ruinas no se aferraron a la locura de sus padres para explicar su falta de coraje. Por el contrario, arrimaron el hombro y pusieron las piedras donde estaban antes de que las abatiese la artillería, sembraron otra vez los campos y al cabo de unos pocos años el dolor de la contienda era sólo un amargo recuerdo. Ninguna generación es mejor que la anterior, ni irá seguida de otra que no parezca tan buena. Sólo cambian las circunstancias. Los seres humanos somos todos muy parecidos y cuando uno se hace mayor se da cuenta de que en realidad todo está inventado y que a cierta edad lo razonable es darse cuenta de que la vida sólo fueron un puñado de momentos de buena voluntad, unos cuantos esfuerzos baldíos y un montón de años haciendo de vientre por el mismo agujero. Todos a cierta edad cometimos los mismos excesos, pero, maldita sea, muchacho, también es cierto que hicimos algunos esfuerzos, muchos de ellos aun a sabiendas de que serían inútiles. Nadie puede cambiar el mundo de la noche a la mañana, pero no hay que claudicar. La gente baja cada día las basuras al portal y no por eso dejan los barrenderos de retirar la mierda. Éste ya no es por desgracia el país próspero y feliz de hace sólo ocho o diez años. Las cosas han ido mal y los jóvenes dicen que no encuentran horizontes. Bien, es cierto que hemos caído, pero no lo es menos que otros países europeos estaban mucho peor cuando Hitler se suicidó en el Reichstag y al posarse el polvo de las bombas se vio que aquella Europa no era la de antes, que ni siquiera estaba en su sitio el suelo y no era fácil dar con un sitio sólido en el que izar las banderas. Ya murieron la gran mayoría de los jóvenes de entonces, los que enterraron a sus muertos, araron los campos y aprendieron a hacer de vientre con el estómago vacío. ¿Necesitaremos los europeos otra guerra para que nuestros muchachos reencuentren el orgullo y descubran el valor del coraje? ¿Vamos a conformarnos con retirar las piedras de las ruinas nuevas y utilizarlas sin demasiado esfuerzo en la ampliación de los cementerios? En la Europa arrasada por la guerra hubo mucho miedo, es cierto, y por falta de azúcar se murieron incluso las hormigas, pero, joder, ¡qué valientes eran entonces los cobardes!