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Pepiiiito

El otro día, andaba yo por la playa paseando tranquilamente cuando me encontré a una señora rechonchita y nada moderna de aspecto, que lloraba a lágrima viva mientras aullaba: «Pepiiiito, Pepiiito...». Tan disgustada la vi que pensé que se le habría escapado un niño o al menos el perro, pero no: sencillamente había perdido el móvil. «¿El móvil? ¿el móvil se llama Pepito?», pregunté perpleja. «Pues sí, qué pasa» respondió ella no con muy buenos modales, seguramente por la tragedia de la pérdida. «Pepito sabe hacer muchas más cosas que la mayor parte de las personas que conozco, siempre está cuando le necesito y además, se sabe a la perfección todos mis secretos. ¿no se merece tener un nombre como Dios manda?». «No señora, si a mí me da lo mismo –repuse yo– sólo que casi encontraría rara tanta angustia por perder un Pepito de carne y hueso así que fíjese usted lo al pairo que me traería extraviar uno tecnológico». «¿Y la ciberdilencuencia?, ¿y los robos de identidad?». «Pues fíjese que no me preocupan mucho», le respondí, porque como todas las cosas tienen su lado positivo, yo soy un poco analfabeta tecnológicamente hablando y al teléfono le saco el partido justo, pero tampoco le doy demasiada información...». «Eso es que porque no le han enseñado a confiar en sus posibilidades», aseveró ella. «Pues tiene usted mucha razón, señora, pero si hay que hacer esfuerzos, casi prefiero confiar en las personas y evitar creerme que las máquinas lo son. Sobre todo porque yo soy muy cariñosa de siempre, y me niego a llorar por nada que, por mucho que me ofrezca, no me devuelva los besos y los abrazos».
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