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Jóvenes: resignación o indiferencia

La Razón
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De vez en cuando conviene buscar por los rincones de la biblioteca para releer, aunque sin nostalgia. Observaremos cómo el tiempo, cual carcoma, va destruyendo prestigios y hasta idearios, aunque sobreviven útiles ideas. Me acerqué a un librito que el profesor Enrique Tierno Galván publicó en 1972 y reeditó al año siguiente la editorial madrileña Seminarios y Ediciones. Su título era entonces evocador: «La rebelión juvenil y el problema en la Universidad», pero hoy puede antojársenos hasta arqueológico. Los casi 40 años transcurridos han producido profundos cambios sociales no sólo en este país, sino en el mundo entero. No se utilizaba todavía el término globalización, que hoy parece confundir lo sano y lo insano, pero las corrientes de ideas y actitudes circulaban ya sin freno desde los EE UU hasta Europa, cuando España vivía años de agitación propulsada por parte de los jóvenes, cuyo foco residía en las universidades. Todo ello antes de internet. Tal vez alguien, en contraste, se pregunte por el aparente silencio de hoy y de los mismos centros, multiplicados, que los acogen. Los de entonces tenían bastante claro que formaban parte de una capa social que acabaría dirigiendo una sociedad que les parecía anquilosada e injusta. Comparada con la de los 30 años anteriores, Tierno la analizaba así: «No creo exagerar diciendo que, durante la segunda enseñanza, el joven comienza a darse cuenta de que es víctima de una educación contradictoria. Le están entrenando para vivir en dos mundos incompatibles: uno irreal, el de los valores éticos; otro real e inmediato, el de su conculcación, o de la tolerancia, a través de la continua aceptación, como un hecho de que el mundo de la ética es quimérico».Por descontado, la segunda enseñanza de aquel entonces no equivale a la obligada de hoy y tampoco es seguro que de allí deban brotar los mismos valores éticos de entonces. El miedo generalizado por la situación económica que planea sobre este país y tantos otros coarta cualquier rebeldía: incita, cuando menos, al escepticismo. Ya el autor había descartado el término revolución y sugería, tan próximo el final de los sesenta, el abandono del término revolución. El 30% del fracaso escolar no gravitaba entonces como una losa sobre la enseñanza y estábamos lejos aún de haber alcanzado el millón y medio de estudiantes universitarios y los ocho millones de escolares de distintos niveles. Uno puede preguntarse si conviene tal volumen de estudiantes que hoy ya saben que, en parte, no podrán practicar la profesión derivada de su título oficial, si es que llegan a obtenerlo, ni mucho menos entrar a integrar aquel grupo que antes se consideraba dirigente. Hemos democratizado, cierto es, la universidad y han proliferado sus centros, pero el propio Ángel Gabilondo, ministro de Educación, admite que hay que buscar la excelencia. No es que los centros de estudios superiores no la tomen en consideración, pero cuesta imaginar que el título logrado permita escapar del 30% de paro juvenil o evitar empantanarse en prácticas y contratos temporales que se les ofrecerán año tras año. Anteriores generaciones vieron los estudios universitarios como el paso inevitable para alcanzar un cierto estatus social, un trabajo mejor remunerado o más satisfacción social. Pero los estudios universitarios de hoy tampoco se corresponden con los de ayer, ni la misión universitaria resulta equivalente.Los estudios humanísticos que pretendían invadir las enseñanzas técnicas, porque se estimaba necesario tirar del hilo conductor que llegaba hasta los mismos orígenes de la institución, ligados a la Iglesia, se encuentran hoy en crisis de identidad. El latín y el griego desaparecieron de la enseñanza secundaria y, en Occidente, hasta de los ritos religiosos. La dialéctica que enfrentara, en el siglo XVII y siguientes, lo antiguo y lo moderno ha finalizado con el práctico exterminio de la tradición clásica y sus manifestaciones. Una parte de aquella ética se ha reorientado. Muchos se preguntan por los constantes cambios de los planes de enseñanza, pero no toman en consideración la rapidez con la que cambia la realidad cotidiana. No se trata, pues, de reducir el número de escolares ni el crecimiento de las universidades. Una de las razones profundas de la crisis económica que estamos soportando deriva de formaciones inadecuadas, de absentismo escolar, de carencias de enseñanza preescolar, de falta de medios investigadores de mayor nivel. Si los universitarios son vocacionales, ya responderán a una ética. No incordian los de hoy, porque nuestra sociedad, atrapada por sus miedos, les impide alzar la voz. Les hemos habituado a que deben salir en una foto. Hasta hoy, resultan más conservadores, porque han comprobado el fracaso de aquellas generaciones que se rebelaron. «Los jóvenes no se enfrentan de ordinario con adultos que manifiesten con claridad sus sentimientos e ideas, sino con tartufos», concluía Tierno. Nuestra juventud, como se predijo, ha caído en el tartufismo. No hay rebeliones ni protestas juveniles. Ya nos hemos encargado de canalizarlas en los nuevos medios. Los jóvenes acaban vegetando en las instituciones con resignación o indiferencia.