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Dinks

La Razón
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Siempre a la mitad del verano me encuentro con una pareja sin hijos y feliz, que me restriega por la cara lo divertidísima que es su vida en la época estival, sin andar siempre con los retoños a cuestas. Yo que, a estas alturas, ya le he repetido cincuenta veces a mi familia lo de «¿no os habéis dado cuenta de que éste es también mi verano?». O lo de que «yo también necesito descansar», veo las pieles lisas y cuidadas y los bolsos playeros impecables de los Dinks de turno (Double Income No Kids... O lo que es lo mismo: doble salario y sin niños) y no puedo por menos que compararlos con los míos, repletos de distintos protectores solares para pieles de diferentes edades, gorros y gorras, gafas y aletas grandes y pequeñas, botellas de agua para la sed incontenible de mis hijos y bolsas de patatas para sus hambres caprichosas, y pienso en cómo hubiera sido mi vida sin toda esa parafernalia familiar... Es el momento en el que mi marido y yo nos miramos a los ojos y nos preguntamos sonriendo maliciosamente: si hubiéramos sabido esto cuando nos conocimos, ya con la juventud puesta en vereda, ¿no hubiésemos huido hacia el lado contrario del compromiso? Pues miren ustedes, no. La verdad es que no. Pese a lo intenso que es el verano familiar, servidora, a la que hoy le toca hacer la compra y preparar el asado y la ensaladilla, no lo cambiaría por nada. Y menos por la perfección solitaria de los casados sin hijos que presumen mucho, sí... Pero porque algo les falta.