Londres

«Ya no te llamas Natascha ahora me perteneces eres mi esclava»

Por publicar su vivencia cuatro años después de huir de su captor, puede haber recibido un millón de euros.

«Ya no te llamas Natascha ahora me perteneces eres mi esclava»
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La primera vez que Natascha Kampusch vio a Wolfgang Priklopil le llamó la atención su mirada, completamente vacía. Parecía un hombre tan desorientado y vulnerable que sintió un fuerte deseo de ayudarle. Aquel día era el primero que iba sola al colegio. Al fin había convencido a su madre de que era una niña mayor que no necesitaba que la acompañasen. Tenía sólo diez años.

Cuando cerró la puerta era consciente de que no se había despedido. El día anterior su padre la había llevado más tarde a casa –los cónyuges estaban separados– y su madre le había dicho que no iba a volver a verle. Creyó que salir sin un adiós era una manera de castigarla.
Aquella mañana, la del 2 de marzo de 1998, se había prometido a sí misma que tenía que ser fuerte. Se lo planteó como el primer día de su nueva vida. Lo que nunca imaginó fue que iba a pasarla encerrada en un zulo subterráneo de cinco metros a la merced de un auténtico monstruo.

El secuestro de la niña austriaca, hoy convertida en una joven de 22 años, conmocionó a todo el mundo. En agosto de 2006, tras ocho años de cautiverio, abusos y malos tratos, consiguió escapar de su captor y, aunque una entrevista en televisión la convirtió en todo un fenómeno social, no ha sido hasta ahora cuando Natascha Kampusch ha decido desvelar todos los detalles del infierno por el que pasó.

Lo ha hecho en un libro titulado «3.096 días», en referencia a sus días de cautiverio, por el que podría haber ganado un millón de euros. Las memorias no saldrán a la luz hasta el miércoles, pero el rotativo Daily Mail desveló ayer los extractos del primer capítulo. Es la primera vez que la joven describe cómo fue la relación con el hombre que le robó su infancia y parte de su juventud.

Desde muy pronto, Natascha se dio cuenta de que estaba con un enfermo mental. Su actitud era totalmente cambiante. Tan pronto se comportaba como un niño que observa a un juguete nuevo con el que no sabía qué hacer, como adoptaba una pose hitleriana pegándola si no le pedía permiso para hablar. «Tenía que pedir permiso para sentarme, levantarme, hablar o girar la cabeza. Él me acompañaba incluso al servicio».

Cuando, después de los seis primeros meses, le permitió darse un baño y vio la puerta que la separaba de la parte superior de la vivienda, supo que nadie nunca la encontraría allí. «No puedo explicar con palabras lo que sentí al ver esa puerta, estaba totalmente sellada».
Durante algún tiempo, su captor actuó como un simple intermediario de los que él llamaba los «verdaderos secuestradores». La niña tenía tanto miedo de que un «hombre malo» apareciera en cualquier momento, que hasta llegó a ver a Priklopil como su protector.

En su primer año de cautiverio se dio cuenta de que sólo si hacía todo lo que él le pidiera las cosas no irían a peor. Era tal la necesidad de afecto que tenía que a veces le pedía que la metiera en la cama, le leyera un cuento y le diera un beso de buenas noches.

Cuando llegó a la pubertad todo cambió. La trataba como si fuera una «sucia» y le «diera asco», y la convirtió en una auténtica sierva. La rapó la cabeza y le dijo «tú ya no te llamas Natascha, ahora me perteneces. Siempre quise tener un esclava». Aunque le hizo escoger un nombre, fue él finalmente quien eligió su nueva identidad. Fue entonces cuando pensó que jamás saldría de allí con vida.

Durante los últimos años de su cautiverio, Priklopil la obligaba a limpiar semidesnuda la casa. Si hacía cualquier cosa mal la golpeaba con cualquier objeto, por muy pesado que éste fuera. La llegaba a pegar hasta 200 veces por semana. Cualquier excusa era buena. Si no le llamaba señor o si le preguntaba algo que no le agradara. Cualquiera.

Cuando cumplió los 14 años la dejó dormir, por primera vez, fuera del zulo. Se la llevó a su cama y le puso unas esposas para juntar sus muñecas. Sabía que lo mejor era no moverse, pero tenía la espalda tan llena de moratones que no sabía cómo ponerse. «No era una cuestión sexual, sólo quería alguien que le abrazara».

Natascha intentó quitarse la vida varias veces. Inhalaba gas de la cocina, se apretaba la cara contra la almohada y se ataba al cuello cualquier cosa para ahorcarse. En un descuido de su captor pudo al fin escapar. Priklopil no tardó en tirarse a las vías del tren.

Aunque durante un tiempo la joven austriaca quiso popularidad y llegó incluso a presentar su propio programa de entrevistas en televisión, ahora vive en la más absoluta tranquilidad en Viena. Con la indemnización recibida compró la casa y el coche de su secuestrador y, según el rotativo británico, actualmente está estudiando con sus abogados la manera de demandar a las autoridades austriacas por la manera tan poco profesional con la que, a su juicio, investigaron su desaparición.