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La Razón
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Al llegar a cierta edad descubre uno que la realidad destruye los sueños igual que en el sexo la consumación del placer extingue el deseo. El niño que imagina con ilusión el futuro suele desembocar en el hombre que recuerda con nostalgia el pasado. De las manzanas que ignoraba su precio, ahora resulta que desconozco su sabor. Las cosas que de muchacho me privé de hacer por temor a que manchasen mi alma, son a veces las mismas a las que ahora renuncio para que no perjudiquen mi salud. Salvado de las garras del cura te encuentras atrapado sin remedio en las manos del médico. A falta de expectativas, nos queda apenas el recurso de afrontar la vida con resignación, fiándole a la memoria la reconstrucción de un mundo que de otro modo sólo podríamos constatar como destruido e irrecuperable. Por eso a veces hago planes para ayer, como si pudiese retroceder a la última vez que tuve la sensación de ser el privilegiado espectador del estreno de la existencia, como cuando era niño y algo en mi interior me decía que era muy afortunado por vivir en un lugar en el que ni siquiera había estado más de dos veces la lluvia. Fue aquella la última vez que hice las cosas sin detenerme en ellas pero también sin darme prisa, porque vivía grosso modo en un orbe genérico e impuntual en el que el almuerzo de la aldea se desvanecía lentamente en la sobremesa de la cena. El futuro suponíamos que estaba en el destino de las cartas que les escribíamos a los emigrantes que vivían en América, al otro lado del mar. Hasta que nos hicimos mayores y descubrimos con espanto que el tiempo no había pasado en vano, la lluvia pudría los ríos y desde el otro lado del mar nuestros propios cadáveres nos devolvían el correo.