Crítica de libros

Un legado inmenso

La Razón
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Mañana se cumple el cuarto aniversario de la muerte del «gran Papa», Juan Pablo II. Su legado es inmenso. Su aportación a la Iglesia indiscutible, y a la sociedad, innegable. Testigo de Dios vivo y, por eso mismo, de la gran esperanza; trabajador incansable en favor de la paz, luchador infatigable por la libertad y los derechos fundamentales, defensor como pocos de la vida; fue de manera destacada un apasionado por la verdad –la verdad de Dios y del hombre–, buscó la verdad con todas sus fuerzas, la mostró y ofreció a todos sin imponerla, la defendió ante todos los tribunales de este mundo que la condenan o la rechazan. Por esto mismo fue, aunque algunos no estén de acuerdo conmigo, el hombre de la tolerancia, el hombre de la paz. «Tolerancia» es una de esas palabras que se escuchan con más frecuencia en el lenguaje público. En verdad estamos muy necesitados de ella. Se trata de una exigencia básica para las relaciones humanas. Necesitamos vivir en la tolerancia, entendida ésta como obligado respeto a la conciencia y a las convicciones ajenas; la necesitamos como base firme para una convivencia en libertad. La necesitamos en un mundo intolerante, abundante, por desgracia, en rechazos por doquier. Desearía que no se hiciese de la «tolerancia» una palabra manida, un eslogan, desearía que hablásemos poco de tolerancia y que, sin embargo, fuésemos en la realidad muy respetuosos unos de otros. Seguramente esto le agradaría al siempre recordado Papa: hablaba poco de ella, pero la ejercía. Esto requiere un largo aprendizaje. Un aprendizaje que no es ajeno al reconocimiento de la verdad. Cuando la tolerancia se entiende como indiferencia relativista que cotiza a la baja todo asomo de convicción personal o colectiva, o cuando domina la persuasión de que no hay verdades absolutas, de que toda verdad es contingente y revisable y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo, o cuando se estima que tampoco hay valores que merezcan adhesión incondicional y permanente, entonces es muy difícil que se construya una sociedad tolerante. Estimo que uno de los enemigos más fuertes y más difíciles para una sociedad tolerante es el relativismo y el desplome ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. Una sociedad tolerante se asienta sobre la verdad que nos hace libres. Una sociedad que destruya o disminuya la libertad, asentada en la verdad, va de camino hacia la intolerancia. Por ello, si queremos ser libres y construir una sociedad tolerante, busquemos y sirvamos a la verdad. La tolerancia es posible si cada uno respeta la dignidad personal y humana de los demás. La tolerancia no existe cuando la colectividad se impone a los hombres; la tolerancia no es real si coexisten unos junto a otros con indiferencia y sólo buscan sus propias ventajas e intereses. La verdadera tolerancia tiende de suyo a la comunión, y sólo surge cuando uno percibe la dignidad inrobable del prójimo y la diversidad como riquezas, cuando le reconoce al prójimo la misma dignidad sin uniformidad que a uno mismo y está dispuesto a comunicarle sus propias capacidades y dones. Todo esto son enseñanzas del «gran Papa», el que escribió aquella encíclica sobre el «esplendor de la Verdad», a la que se tiene acceso inseparablemente con «la fe y la razón», sobre las que también escribió otra gran encíclica, uno de los textos de mayor calado y de mayor futuro del siglo XX.