En Washington comenzó este martes el segundo juicio político a Donald Trump, el cuarto intento de impeachment en la historia de los Estados Unidos, el primero a un ex presidente. En 1868 fue juzgado el presidente Andrew Johnson, que chocó con las atribuciones del poder legislativo. 130 años más tarde llegó el turno de Bill Clinton, acusado de mentir y de obstrucción a la justicia, mientras el escándalo de Monica Lewinsky amenazaba con hacer saltar los fusibles del sistema. Hace apenas un año, en 2020, el propio Trump tuvo que responder por abuso de poder y obstrucción al congreso, luego de que trascendiera que había llamado al presidente de Ucrania para pedirle investigar al hijo de su principal rival político a cambio de no bloquear la ayuda económica y militar a su país.
Entre medias estuvo el caso de Richard Nixon, que dimitió antes de que el legislativo formalizara un impeachment que tenía perdido, consciente de que una parte sustancial de los senadores republicanos habían resuelto alinearse y votar con sus opositores. Según los demócratas, Trump incitó a la insurrección y traicionó a la nación que había jurado proteger. Para el senador encargado de dirigir la acusación, Jamie Raskin, reputado constitucionalista, resulta obvio que el país vivió sus horas más difíciles durante el siempre peliagudo momento en que un gobierno deja su sitio al siguiente, y que el responsable del incendio fue el hombre a los mandos de la Casa Blanca.
En el pliego presentado al Senado los legisladores consideran que el ex presidente intenta esconderse detrás de sus seguidores e «invoca una serie de fallos legales y teorías que permitirían a los presidentes incitar a la violencia y revertir el proceso democrático sin temor a las consecuencias». También creen que «busca evadir la responsabilidad de incitar a la insurrección del 6 de enero argumentando que el Senado carece de jurisdicción para condenar a los funcionarios después de que dejan el cargo».
Pero antes de arrancar con el juicio había que acordar las reglas. Un proceso siempre proceloso, que implica que dos facciones a menudo irreconciliables se pongan de acuerdo en cuestiones tan decisivas como la admisión o no de testigos. Estaba también el asunto de la hipotética inconstitucionalidad, zanjada por la mayoría demócrata con la ayuda de un puñado de votos republicanos. Los republicanos, por cierto, esperan que el vía crucis termine antes del domingo, posiblemente el sábado. Un deseo que comparten tanto con Donald Trump como con la Casa Blanca.
Según CNN y otros, el equipo legal de otros no desean consumir todo el tiempo previsto. No sólo porque apenas haya tenido una semana para preparar el caso, después de que los anteriores abogados presentaran su dimisión. Es también consideran más eficaz condensar el debate en las cuestiones procedimentales y en aludir a la libertad de expresión. Los demócratas responden que la Primera Enmienda «protege nuestro sistema democrático, pero no protege a un presidente que incita a sus seguidores a poner en peligro ese sistema mediante la violencia».
En el caso del impeachment de 2021, los republicanos presentan un frente bastante más homogéneo y favorable que el del viejo Nixon. Pero también bastante más agrietado, menos robusto, que el de enero de 2020, cuando todo apuntaba a un año triunfal del presidente y un triunfo electoral incontestable. El equipo de defensa de ex presidente ha invocado la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Saben que resulta casi imposible demostrar la naturaleza performativa del discurso de Trump el 6 de enero. Consideran que «no ordenó a nadie que cometiera acciones ilícitas», que los argumentos legales son de todo punto inconsistentes, cuando no directamente inconstitucionales, que el Senado no tiene puede juzgar a un ex presidente y que todo es un teatro a mayor gloria del sectarismo demócrata, que nunca asumió la victoria de Trump en 2016.
Al mismo tiempo los cargos en contra son de una gravedad extrema. El país sigue traumatizado por el asalto contra el Capitolio, por las imágenes de la turba en el templo de la república, por las agresiones contra los agentes del orden y por los muertos, y conmocionado de comprobar la fragilidad de la democracia. Los alborotadores interrumpieron la sacrosanta confirmación de los resultados de las elecciones presidenciales y apenas una hora antes Trump, que incluso acusó a su vicepresidente, Mike Pence, de traidor por negarse a incumplir la ley, había llamado a la lucha en un discurso incendiario.
«Aceptar el argumento del presidente Trump», sostienen los demócratas, «significaría que el Congreso no podría acusar a un presidente que quemó una bandera estadounidense en la televisión nacional, o que habló en un mitin del Ku Klux Klan con capucha blanca, o que usó una esvástica mientras encabezaba una marcha por un barrio judío. todo lo cual es expresión protegida por la Primera Enmienda, pero obviamente sería motivo de acusación».
Los abogados de Trump responden que el proceso no busca hacer justicia sino dar rienda suelta a afanes vengativos y «aprovechar» en beneficio propio, con vocación electoralista, «los sentimientos de horror y confusión de los estadounidenses de toda ideología al ver la destrucción en el Capitolio el 6 de enero cometida por unos pocos cientos personas». Unos asaltantes a los que no dudan en calificar de «delincuentes».