Cultura de la cancelación

Tumbar las estatuas de Colón es borrarnos a nosotros mismos

Si en la actualidad hubiera que exigirse perdón por todas las guerras y conquistas no acabaríamos nunca

El Monumento a Colón, en Barcelona, Cataluña
El Monumento a Colón, en Barcelona, CataluñaDavid ZorrakinoEuropa Press

¿Quién le debe pedir perdón a quién? La conquista española y luego europea de América fue lo que fue, un proceso histórico como tantos otros donde se impuso por la fuerza una cultura, un idioma, una religión y un sistema político. La propia península ibérica fue mucho antes de eso y en reiteradas oportunidades, escenario de dicha dinámica de invasiones. Europa y el mundo en general también. Incluso en la América precolombina había imperios y guerras entre tribus. Si en la actualidad hubiera que exigirse perdón por todas las guerras y conquistas no acabaríamos, pero lo interesante de este ejercicio está en determinar quién es el heredero legítimo de la víctima y quién es el deudor. Esto nos coloca en un debate de identidad casi existencialista. ¿Qué somos realmente los americanos? Es así cómo una polémica a priori ridícula, se termina convirtiendo en un debate fundamental y necesario.

Cualquier niño ha filosofado alguna vez sobre su existencia, en el caso hipotético de que sus padres no se hubieran conocido nunca. Este es incluso el argumento de la icónica película “Regreso al Futuro”. ¿Si Colón no se hubiera topado con América aquel 12 de octubre de 1492, existiéramos los americanos actuales? El caso es que nuestra existencia depende de vidas previas y de circunstancias históricas; no estamos aquí por mérito propio. Somos el resultado de ese conflicto y después de más de cinco siglos de mestizaje y migración es imposible saber quién es quién a la hora de cobrar la factura. Todo nacionalismo basado en la premisa de una raza pura es populista y antiliberal, pero en el caso de América esa narrativa es simplemente inviable, porque los Estados actuales no son naciones originarias sino ex colonias independizadas por los hijos de los conquistadores. Entonces, ¿qué somos? Somos euroamericanos.

Lo que está detrás de esta polémica absurda nada tiene que ver con indigenismo, al contrario, se trata de los complejos de la propia civilización occidental. La Atlántida, el Edén, el Dorado, las Amazonas, la Fuente de la Eterna Juventud, la Utopía de Moro, son muchos los mitos occidentales que se refieren a un pasado puro y a un estado de inocencia que luego fue corrompido por la civilización. Este complejo de civilización corruptora que se había macerado en Occidente durante tanto tiempo, fue relanzado a partir de la conquista de América en su versión del mito del Buen Salvaje descrito por Carlos Rangel así:

“Buscando lo que pre-existía en su deseo, los descubridores crearon el mito más potente de los tiempos modernos: El Buen Salvaje, versión “americanizada” o “americanista” del mito de la inocencia humana antes de la caída… En forma mucho más vívida e inmediata que sus antecedentes, el mito del Buen Salvaje responde a las angustias características de la civilización europea, occidental, cristiana, historicista. Si el hombre fue bueno y es la civilización la que lo ha corrompido, si hubo una Edad de Oro y estamos en una Edad de Hierro o de Bronce, no puede haber mayor maravilla que encontrar ese tiempo primitivo coexistiendo con nuestro tiempo, y constatar que en efecto hombres incontaminados por la civilización, han permanecido inocentes… Por causa del mito del Buen Salvaje, Occidente sufre hoy de un absurdo complejo de culpa, íntimamente convencido de haber corrompido con su civilización a los demás pueblos de la tierra, agrupados genéricamente bajo el calificativo de “Tercer Mundo”, los cuales sin la influencia occidental habrían supuestamente permanecido tan felices como Adán y tan puros como el diamante”.

Hay quienes pretenden que seamos solo eso, un complejo de culpa eterno, una especie de monstruo errante odiado por su creador como el cuento de Frankenstein. El victimismo siempre ha sido útil a los tiranos y ahora además está de moda y se leen cosas como que un joven demandó a sus padres por haber nacido sin su consentimiento. A diferencia de la película de Michael J. Fox, esta vez iríamos al pasado a evitar que Colón llegue al Mar Caribe, aunque eso signifique no existir. Lo paradójico es que los padres de la independencia de América veían en Colón un punto de partida y su nombre fue usado para los fines más nobles, incluyendo el gran proyecto integracionista de Bolívar. Era una generación que asumía la historia y sabía que era producto de ella.

Nada se puede sacar de su contexto histórico, ni la vida de Colón ni, por ejemplo, los sacrificios humanos que hacían los indígenas antes de la llegada de los españoles. Tumbar las estatuas de Colón es borrarnos a nosotros mismos de la foto (siguiendo con el simil fílmico), quizá sea eso lo que pretende la cultura de la cancelación, borrar a Occidente de la foto actual como una forma de eutanasia histórica. Cada vez que el Ser Humano pretende crear un paraíso terrenal acomplejado por su propio progreso, termina generando el infierno más injusto. Ejemplo de esto, el comunismo.

Partiendo de nuestra esencia como especie hay que reconocer que el progreso es inevitable, desde la domesticación del fuego hasta la carrera para llegar a Marte. Lo otro es homologarnos a los animales, volver al Edén negando nuestra evolución. Ese progreso humano en Occidente ha generado cosas hermosas como la democracia, el método científico y el libre comercio, legado del que debemos sentirnos orgulloso. Lo que reivindica a los indígenas, a las mujeres y a toda diversidad de género e identidad, es la democracia, ese invento de la civilización occidental que nos permite convivir en paz con igualdad jurídica y libertad individual, cosas que no existen en la selva.