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La cancelación como nueva poscensura: Torquemadas en las redes

La masa ciega de internautas, cada vez más irritable, somete al que opina en contra de lo políticamente correcto a un linchamiento mediático que amenaza a los principios de la libertad de expresión
Library of CongressLa Razón

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Opinar es ya un un oficio de alto riesgo. Los peatones de las sociedades modernas señalan a quienes escriben frente al criterio mayoritario. El pliego de cargos ha dejado las paredes llenas de hígados, el miedo al folio atenaza a los plumillas. Nadie corre peligro de acabar al fondo de un barranco, con la barriga llena de plomo, pero cualquiera puede perder su trabajo, los amigos, la casa y el futuro si las redes sociales le cogen la matrícula.
«El que participa del debate público se encuentra hoy en día totalmente expuesto», afirma el columnista de LA RAZÓN, escritor y músico Sabino Méndez. «Hay que ser valientes contra los Torquemadas digitales, ya vencimos a muchos otros a lo largo de la Historia. Pero, como siempre, sufrirán más los que estén en una posición más débil, por mucha que sea su valentía».
Del auge de las nuevas cacerías escribió en 2017 el columnista Juan Soto Ivars, que «Arden las redes: La postcensura y el nuevo mundo virtual» avisaba de las primeras olas del maremoto. «Se ha normalizado desde entonces», explica. «Entre 2012 y 2016, mientras anduve investigando los linchamientos, aquello eran episodios horribles, espantosos, raros. Luego llegó el #MeToo, que normalizó el hecho de la justicia paralela, la acusación anónima y la turba, sin que nadie se atreviera a dejarse ver con los acusados. La cultura de la cancelación no es más que una consecuencia lógica de todo aquello que yo llamaba poscensura».
A Soto, precisamente, le montaron un aquelarre hace pocos días. Tuvo el atrevimiento de escribir una crítica literaria y la breve comparación en un párrafo con otra novelista, a la que ni siquiera nombraba, de la que solo se podía suponer la identidad, fue suficiente para ser acusado de violento –la violencia banalizada y reducida a no ser laudatorio con una escritora– y paseado por las cloacas digitales. «El que señala está, en realidad, señalando su propia virtud», reflexiona Soto al respecto. «En las quemas de brujas todo el buen pueblo tiene a bien colocarse al lado de la línea imaginaria que conviene, a este lado de las llamas. Alumbrados por la purga, unos a otros se saludan y se reconocen. De ahí que el linchamiento convoque a tantos hijos de puta inseguros».
«Siempre hubo turbas», dispara Jorge Bustos, columnista y director de opinión de «El Mundo». «Pero, para verlas, antes había que asomarse a malas calles; ahora basta con asomarte a tu móvil, que siempre va contigo, porque las malas calles vienen a ti». «Pero también antes», añade, «tenían cierta épica tumultuaria. Ahora las componen tipos y tipas solitarios radicalizándose en cámaras de eco, herméticamente cerradas al contacto con el diferente en virtud de un algoritmo aislante, lobotomizador. Se activan ante cualquier noticia, verdadera o falsa, que sientan que amenaza la pureza de su tribu. Y entonces reaccionan como el animal tribal que somos desde tiempos primitivos».

Rehalas internautas

Uno de los grandes problemas de este fenómeno, lo hemos visto en casos recientes como el del dibujante Xavier Gorce o los periodistas Bruno Bimbi y Donald McNeil, es el desamparo cuando el medio que le acoge no respalda su trabajo ni le resguarda ante la jauría. No es el caso de Soto Ivars en su última contienda internauta. Ni el de estos que firman este reportaje cuando se atrevieron a cuestionar en LA RAZÓN con datos –fríos, inhumanos, desangelados– el dogma del hombre violento por naturaleza, despertando la ira del adalid de los nuevos hombres buenos, deconstruidos y vueltos a reconstruir. Qué ironía.
«Los medios siempre han estado de parte de la turba», explica Soto, «desde 2012, cuando empezaron a pasar estas cosas, con el caso de Vigalondo, incluso antes con el linchamiento mediático (no había redes entonces) contra Migoya». «El dinero actual es cobarde y populista», sostiene Sabino Méndez.
Es precisamente el caso de Hernán Migoya, autor del libro «Todas putas», el que marca un antes y un después. Es este, posiblemente, el primer caso de linchamiento mediático en nuestro país, la prehistoria de las rehalas internautas patrias. «En realidad», puntualiza el autor, «se trata más bien del primer caso de un libro cuya prohibición se plantea en plena democracia española». Tras una discreta aparición en 2004, es el posterior nombramiento como directora del Instituo de la Mujer de su editora, Miriam Tey –«la verdadera defenestrada en la persecución contra “Todas Putas”. Las voces indignadas acabaron con su carrera política y poco después cerró su editorial», señala Migoya–, lo que provoca el gran revuelo. Libro y autor fueron tachados rápidamente de misóginos, de hacer apología de la violación. Se llegó incluso a presentar una moción en el Parlamento Europeo con objeto de aprobar la destrucción de la obra. El libro se convirtió en un éxito, escándalo mediante, pero Migoya quedó estigmatizado. «Ser el autor de “Todas putas” supuso un lastre para la difusión de mis siguientes novelas», explica. «Me cerró las puertas de la mayoría de editoriales, me convirtió en un apestado durante varios años».

Una masa ciega

«Me fascina», dice Hernán, «el poder y el influjo que sigue teniendo la mera representación ficticia sobre la irritabilidad de gente que se presupone inteligente». «Es un mecanismo normal», apunta Jorge Bustos. «Desde Atapuerca. El progreso registrado desde entonces solo se debe a un largo desarrollo legislativo que castiga a los enemigos de la sociedad abierta. Pero la red es anonimato, o sea, derogación de la responsabilidad. Prohíbe el anonimato en la red y vamos a la Atenas de Pericles en una semana. Esa es la gran reforma legislativa que espera ver mi siglo, a despecho de los ingresos de Dorsey y Zuckerberg. Las redes son una vuelta al paleolítico, una fascinante Atapuerca de bolsillo».
«Yo hace 17 años –habla Hernán– aguanté un juicio sumario a manos de una caterva de escritores y periodistas cuyas motivaciones basculaban entre la estupidez y la malicia. Pero tener que aguantar a miles de voces por internet vomitando sus opiniones en las redes, debe de resultar insoportable. Es el pan y circo de gente que se cree más inteligente que el público de “Sálvame”, pero que al final está ahí frente a la pantalla de su ordenador o su móvil satisfaciendo los mismos bajos instintos». Recuerda el autor su experiencia: «Si ya entonces había miedo a dar un paso de sensatez al frente, ahora debe de ser imposible hacerlo ante una masa ciega. Eso sí, el resorte es el mismo: alguien cree que puede juzgar cómo deben vivir y escribir los demás». «Hay que saber andar derecho y alegre en el fango», apostilla Bustos.
¿Y la solución? Soto Ivars no es optimista. «No parece haberla», dice. «Lo que sí hay son consecuencias: un desastre, una democracia rota, sin lugares de consenso ni un idioma común». Tampoco Migoya lo es. «Seguirá habiendo linchamientos morales», dice, «y los que lo hagan seguirán creyendo que son los buenos de la historia, personas profundamente rectas y románticas que sueñan con un mundo mejor, como hicieron los nazis antes de que las películas de Hollywood los convirtieran en caricaturas del Mal con mayúsculas en las que ningún mortal se ve reflejado».
Es Jorge Bustos quien apunta algún consejo, si no para solucionar, al menos sí para aguantar: «Trabajar mucho, leer libros, forjarse un criterio que blinde de la turba. Pelear contigo mismo por alcanzar, no la objetividad, que no existe, sino la ecuanimidad: la capacidad de conceder aciertos a los que creías tus rivales y de criticar los errores de los que creías tus afines. Alguien ahí fuera, en la intemperie, se dará cuenta y te lo agradecerá».
«A los medios actuales», concluye Sabino, «hay que exigirles dos cosas: en el ámbito de la libertad de expresión, nunca pedir perdón y nunca pedir permiso».