Guerra de Etiopía

La guerra no ha terminado para los niños de Tigray

Fatima y Asrat son dos niños tigranios ingresados en el Hospital de Alamata, víctimas de sendas bombas que cambiaron sus infancias para siempre

Refugiados de Tigray que huyeron del conflicto en la región de Tigray de Etiopía, esperan a que voluntarios locales sudaneses les sirvan arroz cocido en el campamento de refugiados de Um Rakuba en Qadarif, en el este de Sudán
Refugiados de Tigray que huyeron del conflicto en la región de Tigray de Etiopía, esperan a que voluntarios locales sudaneses les sirvan arroz cocido en el campamento de refugiados.Nariman El-MoftyAgencia AP

Fatima dormía cuando cayó la bomba. Dormía, soñaba, su respiración se acompasaba, la oscuridad y los grillos la arropaban con una sábana de quietud. Luego despertó en una pesadilla, su respiración se entrecortó, la luz se hizo. Pero lo peor fue el estruendo que arrancó su casa de cuajo. Fatima es una niña de ocho años que vive ahora junto a su padre en el Hospital de Alamata (Tigray). Su padre, Bamlak: dos ojos hundidos en las cuencas y una barba cana que lleva sin afeitarse desde que comenzó el trauma de Fatima. Su padre: dos pupilas atrancadas en el cuerpo frágil de la niña.

“Era una noche tranquila”, comienza su narración, “y Fatima y mi otra hija me trajeron la cena, como hacían todos los días. Luego se fueron a dormir, y media hora después comenzaron a caer las bombas. La primera fue laque cayó al lado de mi casa”. Es una historia corta y brutal. ¿Y dónde está ahora su otra hija? Pero Bamlak no contesta y deja que el traductor, que le conoce de antes, responda por él. Su otra hija ya no está: se la arrancaron junto con la casa: es un número más entre las 600.000 víctimas mortales de este conflicto que se atrancó en la esquina de nuestros televisores. “Era un día normal”, repite Bamlak una y otra vez, acariciando con ternura la cabeza rapada de su hijita, un día normal hasta que la bomba cayó junto a su casa, construida a base de barro y troncos de eucalipto que nada pudieron hacer para resistirse a la furia del combate. Después de esta primera bomba, cayeron otras, hiriendo y matando a algunos vecinos de Bamlak. Tanto él como su hija han vivido el infierno que nació durante la noche en Tigray, algo que los ojos asustados dela niña reviven todos los días.

La pesadilla estalló hace tres meses, en el momento en que empezaron los últimos combates por el control de la zona que rodea el Lago Hashenge, y Fatima mira hoy a su alrededor como un pajarito atrapado, visiblemente incómoda frente a la atención que recibe y forzando una sonrisa tímida. Una larga cicatriz le recorrerá el resto de su vida el muslo derecho, desde la cadera hasta la rodilla; la tibia y el peroné los tiene escayolados. Bamlak dice que Fatima “ya no es la misma” desde aquella noche. Tampoco sabría especificar en qué ha cambiado. Simplemente no es la misma que antes. Viste un traje blanco de princesa recién lavado y que calza por encima de la ropa mugrienta que trajo de casa.

Hospital de Alamata
Hospital de AlamataAlfonso MasoliverLa Razón

Fatima es una niña rota de Tigray. Su cuerpo está quebrado y ella ya no es la misma que era antes de perder su casa, su hermana y su inocencia. Cuánta razón tuvo Platón, o quienquiera que dijese la frase, al decir que sólo los muertos han visto el final de la guerra.

Una herida que se pudre

Asrat es el compañero de habitación de Fatima. Tiene doce años. Pastoreaba el ganado cuando estalló otro combate y comenzaron a llover proyectiles como en una tempestad que odia a la naturaleza. Sus ovejas salieron corriendo y balando sin control pero él no tuvo tiempo de escapar a la metralla, ni él ni otros cuatro compañeros que se encontraban pastoreando con él en ese momento. Los cinco se desplomaron heridos. A Asrat le destrozó el pie izquierdo a la altura del tobillo y otro pedazo de metralla le laceró la mejilla izquierda. Desde ese momento dejó de levantarse sin ayuda.

Su padre, Petros, también le acompaña en el hospital (todo se derrumba para esta gente) y se sienta al borde de su cama, aunque sin expresar el mismo cariño que mostraba Bamlak con su hija, como si se forzara a ser fuerte y varonil con su hijo en un momento donde la fortaleza es fundamental para no hundirse. Pero igualmente tiene la barba descuidada y la misma expresión frustrada cuando explica su situación, que comenzó hace poco más de tres meses con su hijo desmadejado en el campo. Se queja de que los médicos no hacen lo suficiente por atender al pequeño Asrat, que un doctor vino a verle hace poco y que se marchó igual que vino. Que la venda que le pusieron hace doce horas se ha pegado a la herida y emana un tufo amarillento, similar al color que ha adquirido. Pero se queja sin alzar la voz, casi sintiéndolo, hablando con murmullos contenidos.

Sin más preámbulos, Petros tira de la venda para mostrar la herida de Asrat a todo el mundo.

Un círculo de carne (el injerto con piel del muslo que le hicieron hace pocas semanas) le cubre la herida a la altura del tobillo. Por los bordes remendados se aprecian bultos de pus blanca y amarilla que amenazan con reventar y salpicar a quienes se inclinan para ver mejor. “Mira esta herida y dime si te parece que está bien curada”, masculla Petros. Quienes rodean a padre e hijo opinan. Unos concuerdan con él y niegan que los doctores estén aportando los cuidados necesarios (aunque excusan la falta de atención en que el Hospital no tiene los medios para tratar a nadie como merece); otros consideran que es normal que una herida se infecte en sus primeros estadios. Todo son opiniones mientras el injerto de Asrat se pudre y el muslo se ve rojo y brillante donde le quitaron la piel.

El niño tiembla y se hunde entre las sábanas al escuchar las opiniones de su alrededor, un gesto que su padre percibe y que procura tranquilizar de inmediato. Se muestra más cariñoso cuando le dice que “en realidad, ninguno de nosotros sabemos si tu herida está bien o no, el único que sabe de estas cosas es el médico”. Cuando declara que ellos sólo son pastores y que no saben de medicina como haría un galeno, queda claro que la humildad de Petros, si se descuida, puede ser mortal para el pequeño Asrat. Convencido como anda de que una herida podrida puede ser buena señal, o mala, en fin, una señal misteriosa para él y que sólo puede dilucidar un médico, permite que la herida de su hijo se infecte sin oponer resistencia.

Asrat es un niño roto de Tigray. Dentro de diez años será un adulto roto, como su padre. Y la guerra sigue implacable para ellos, mientras quienes la causaron se congratulan a sí mismos de haber conseguido la paz.