Estados Unidos
Un espía para lograr el deshielo con Corea del Norte
Trump envió a Pyongyang al director de la CIA para reunirse en secreto con Kim.
Trump envió a Pyongyang al director de la CIA para reunirse en secreto con Kim.
Tiene fama de halcón, de hueso, de amigo de la mano dura. Pero Mike Pompeo, futuro secretario de Estado, ha pisado el turbo con vistas a la cumbre entre Donald Trump y Kim Jong Un. Incluso viajó a Corea del Norte para entrevistarse en secreto con el dictador. La noticia la dio el propio Trump en su cuenta de Twitter y ante 51 millones de seguidores: «Mike Pompeo se reunió con Kim Jong Un en Corea del Norte la semana pasada. La reunión fue muy fluida y se formó una buena relación. Los detalles de la Cumbre están siendo resueltos ahora. ¡La desnuclearización será algo grandioso para el mundo, pero también para Corea del Norte!». Su encuentro será ciertamente histórico: el primero entre los dignatarios de los dos países.
Que Pompeo visitara a Kim demuestra, según «The New York Times» y otros comentaristas, que la Casa Blanca ha decidido priorizar el espionaje, y el asesoramiento de los servicios secretos, sobre los conductos tradicionales. O al menos fue así como Rex Tillerson desempañaba su cargo con confianza decreciente desde el Despacho Oval. Ahora que Pompeo ya no trabaja en Langley, sede de la CIA, es muy posible que el departamento de Estado recupere su espacio.
Para contextualizar la expectación generada por la próxima cumbre basta con recordar las palabras del Gobierno surcoreano, que horas antes del tuit firmado por Trump confirmó la posibilidad de que el armisticio de 1953 mute a un acuerdo de paz. Aunque también dejó claro que el acuerdo «no puede resolverse solo entre las dos Coreas, pues requiere consultas estrechas con otras naciones interesadas». El anunció del viaje de Pompeo, por cierto, llegó en un momento de gran simbolismo: con Trump reunido con el primer ministro de Japón, Shinzo Abe. A nadie se le escapa que Japón, amenazado por Corea del Norte, y némesis histórica tras las atrocidades cometidas por el imperio nipón durante la II Guerra Mundial, es uno de los países llamado a opinar sobre el litigio.
Las conversaciones entre Washington y Pyongyang llegan tras años de enfrentamiento creciente. Mientras el régimen de Kim probaba misiles con cabezas nucleares de una potencia tan devastadora que lo acercan a la siniestra hipótesis de desarrollar la bomba de hidrógeno. Con unos misiles y una tecnología que en el plazo de menos de un año podría permitirse apuntar hacia el territorio continental de EE UU.
Por si esto fuera poco, Corea del Norte nunca ha renunciado a la idea de la unificación. O mejor dicho, al sueño de la anexión del Sur. Sin demasiadas condiciones. A tal fin, y para que nadie dude de su firmeza, de su empeño en suturar una afrenta que considera abierta e histórica, mantiene un ejército que apunta hacia Seúl. Con la capital a tiro de su potente artillería. Y un feroz arsenal químico y bacteriológico. Pero está aislada. Sometida a un bloqueo feroz. Necesitada de comerciar con el exterior. Al albur del apoyo que pueda prestarle China. Gigante al que por otro lado nada interesa menos que el derrumbe catastrófico de la satrapía norcoreana.
El Gobierno de Pekín teme con razón que el colapso catastrófico del régimen provoque el movimiento de millones de personas hacia su frontera.
«No sé», abundó el oficial del gobierno de Corea del Sur, «si se alcanzará alguna declaración conjunta en la cumbre intercoreana relativa al fin de la guerra». Nada sería más deseable e inyectaría con más optimismo unas conversaciones que tienen aspecto de última carta. Órdago colosal a la paz y la historia en un ambiente que durante 2017 tuvo mucho de kafkiano. Con los líderes de las dos naciones enfrascados en una pirotecnia de insultos mientras el mundo aguantaba la respiración.
A día de hoy es ya casi imposible un ataque quirúrgico contra Corea del Norte, convertida a golpe de provocación en miembro de la cofradía con poderes nucleares. Para afrontar la reunión con las mayores garantías, y consciente de que los norcoreanos llevan décadas preparándose, el cuerpo diplomático estadounidense, vapuleado por la actual Administración, y los servicios secretos, pastoreados hasta anteayer por el propio Pompeo, preparan el terreno y olfatean posibles minas.