Testimonios

En el frente de Bajmut: "Tendría la cabeza de Putin clavada en una estaca"

LA RAZÓN convive con los artilleros del destacamento Mirlo Negro del batallón 130 del Ejército ucraniano

Artilleros del destacamento Mirlo Negro del batallón 130 del Ejército ucraniano
Artilleros del destacamento Mirlo Negro del batallón 130 del Ejército ucranianoAmador Guallar

La pequeña radio negra vocifera unas coordenadas y el comandante Andriy las apunta en una libreta de espiral con las tapas amarillas. Las repasa rápidamente y se las lee al soldado encargado de la mirilla de la pieza artillera de 155mm. Mientras, otros dos miembros del destacamento Mirlo Negro del batallón 130 del Ejército ucraniano luchando en los alrededores de Bajmut, cargan el proyectil verde, liso y con el número de serie grabado en la ojiva, colocándolo en el sistema automático para que un último soldado active el mecanismo de disparo.

Inmediatamente, el zumbido del cañón se convierte en un puñetazo en los tímpanos. Unos segundos después repiten la operación. Y así hasta cinco veces, cuando reciben la orden de detener el fuego y esperar nuevas coordenadas. «Esta es una batalla de artillería, también disparan contra nosotros», explica el comandante, señalando hacia varios impactos cercanos que han dejado sendos cráteres y han derruido una parte del muro del jardín de una residencia cercana que se ha venido abajo.

Andrei, 44, soltero, oriundo de Ternopil, como muchos en su unidad, lleva tres años sirviendo en el Ejército. «Antes de la guerra», puesto que este conflicto empezó en 2014, «tenía un pequeño negocio reparando ventanas», dice, durante un momento de calma con el repique de las explosiones cercanas y lejanas como música de fondo. La radio que parece pegada a su mano vuelve a crepitar y la unidad dispara cinco proyectiles más. Luego los soldados se detienen y se sientan sobre las cajas de munición, o en la arboleda bajo la que han escondido el cañón.

Andriy, comandante del destacamento Mirlo Negro del batallón 130 del Ejército ucraniano
Andriy, comandante del destacamento Mirlo Negro del batallón 130 del Ejército ucranianoAmador Guallar

¿Cuál es su mayor deseo? «Si pudiera elegir una cosa…», reflexiona unos segundos, «me gustaría estar en casa y tener la cabeza de Putin clavada en una estaca en mi jardín», continúa, soltando una carcajada que, por un momento, compite con el murmullo constante de la batalla artillera sobre Bajmut, cuya ferocidad e intensidad no se veían desde las carnicerías de la Segunda Guerra Mundial. A pocos metros han cavado una trinchera, la cual parece una pequeña cueva, para lanzarse al interior en caso de que sean descubiertos y atacados por los cohetes rusos, cuyos impactos son visibles en el suelo agujereado y la arboleda destrozada que la rodea.

En total, para manejar esta máquina de lanzar bombas con una precisión que asusta, se necesitan ocho soldados. «Pero uno está de permiso, de vacaciones», asegura el artillero Vasily, 35, entornando los ojos y con una sonrisa torcida. Se alegra por su compañero, aunque confiesa que necesita un descanso. Lleva seis años en el Ejército, en el que se alistó dejando «un buen trabajo en Canadá. Emigré allí para trabajar en el sector agrícola. Estaba en Saskatchewan», provincia en el centro de ese país, «donde conducía una cosechadora. Era una buena vida», manifiesta Vasily, no sin cierto pesar.

Vasily del destacamento Mirlo Negro del batallón 130 del Ejército ucraniano
Vasily del destacamento Mirlo Negro del batallón 130 del Ejército ucranianoAmador Guallar

¿Por qué volvió? «Por la guerra y porque mi hermano pequeño se alistó para combatir. No podía dejarlo solo. Ahora él está retirado después de luchar en el frente del Donbás». Vasily tiene mujer y un hijo de 12 años. «Los echo mucho de menos. Malditos rusos. Mi contrato con el Ejército expiraba el 9 de febrero de 2022 y todos íbamos a volver a Canadá, pero el 24 los rusos invadieron y tuve que reengancharme». ¿Por cuánto tiempo? «Hasta que termine la guerra», augura, con un cigarrillo humeante colgándole de la comisura de los labios.

La unidad Mirlo Negro lleva en los alrededores de Bajmut desde el 1 de diciembre. Antes, lucharon en Izium, Lyman y Járkiv, motivo por el que recibió una medalla presidencial. Fueron entrenados por el Ejército canadiense en Letonia. «Normalmente se tardan unas dos semanas en completar el curso para utilizar este tipo de artillería, pero nosotros lo hicimos en ocho días. Nuestros instructores estaban sorprendidos por cuán rápido aprendíamos». Algo que se entiende porque la muerte apremia sobre la independencia y libertad de Ucrania.

Llega una nueva orden de disparo. Un soldado coge otro de los proyectiles de 48kg y vuelven a la faena para apoyar a las tropas batiéndose en las calles de la ciudad casi sitiada, pero que todavía resiste sufriendo grandes bajas. «Es capaz de disparar siete veces por minuto. Es un buen cañón», dice Vasily al terminar, acariciándolo, envuelto en el humo blanco que todavía sale por la boca de la pieza artillera. «Podemos moverlo en 20 minutos si la tierra no está helada. Durante lo peor del invierno tardábamos unas seis horas porque hay que cavar para desclavar los pies».

[[H4:«El agujero», una salvación]]

Los efectos destructores de la artillería rusa son visibles por todas partes. No hay ni un edificio residencial, aunque vacío de civiles, que no haya recibido un impacto. A escasos metros de la casa donde se esconden y descansan hay incrustado en el suelo el tubo de uno de los misiles del sistema múltiple de lanzamiento de cohetes BM-21 Grad (que en ruso significa granizo), los cuales cuentan con 40 tubos lanzadores de cohetes de 122mm con un alcance de hasta 40 km de distancia.

De camino a su «agujero», según lo describe uno de los soldados entre risas, se escuchan varias ráfagas de metralleta muy cercanos a la calle en ruinas por la que andamos sobre cristales rotos y los restos de las casas desventradas. Inmediatamente, todos menos el comandante Andriy se lanzan a un muro buscando protección. «Seguro que están intentando derribar un dron, no es nada». ¿Vuestro o ruso? «Ni idea, esas máquinas vuelan muy alto y a veces no hay forma de saberlo, con lo que a veces es mejor disparar por si acaso».

La residencia ocupada en la que viven pertenecía a una pareja de ancianos cuyas fotos polvorientas todavía están colgadas en la pared. Todas las habitaciones están ocupadas por miembros del batallón 130. Algunos duermen en sacos verdes, otros se asean y consultan su teléfono móvil. En sus caras, las ojeras azuladas y profundas como platos soperos reflejan el cansancio, el hastío y la tensión de llevar semanas bajo las bombas.

Un soldado aparece con una botella de vodka casero y unos vasos de aluminio. Sirve y ofrece el elixir «que ha hecho mi madre en su alambique», apunta Taras, con la mirada melancólica y un tanto perdida. «Nosotros no podemos beber porque ahora estamos de servicio, pero vosotros sí, aprovechad». El brebaje es duro y sabe a hierbas, quema el gaznate, pero calienta después de un día a la intemperie y con temperaturas bajo cero.

¿Qué es lo que más deseas ahora mismo? «Que llegue el verano», expone Vasily. ¿Qué harás cuando la guerra acabe? «En cuanto termine quiero volver a tierras canadienses y continuar con mi vida», añade. El comandante de la unidad Mirlo Negro lo mira como si fuese su hijo. En el refugio, la severidad de sus ojos se ha transformado en una mirada paternal y protectora. ¿Y usted? «Quiero seguir en el Ejército, ahora esta es mi vida», concluye.