Asia

Así es Sanae Takaichi, la primera mujer en alcanzar el cargo de primera ministra de Japón

Defiende una educación patriótica, la familia tradicional y el papel materno como cimiento

De los acordes del metal a la forja del poder, Sanae Takaichi se ha alzado como primera ministra de Japón, pulverizando un techo de cristal forjado en milenios de dinastías imperiales y shogunes. Con 237 votos en la Dieta Nacional —un bastión precario apuntalado por el pacto de última hora con Nippon Ishin tras la deserción de Komeito—, la líder del Partido Liberal Demócrata (PLD), de 64 años, arrebata así el timón de un archipiélago azotado por fisuras domésticas y caos geopolítico. Discípula implacable de Shinzo Abe, el visionario asesinado en 2022, su investidura ante el emperador Naruhito supondrá un triunfo, al menos por el momento. Esta exrebelde que pasó de aporrear la batería como admiradora de Iron Maiden a blandir el mazo de una Iron Lady en los corredores políticos - con miles de suscriptores en YouTube y un ejército digital de seguidores en X -, irrumpe como un cataclismo en la arena nipona.

El PLD, desprovisto de mayoría en ambas cámaras, comanda una economía donde la inflación devora el 3,1% del IPC, el déficit fiscal roza el 260% del PIB y la natalidad se hunde en un abismo demográfico. Entretanto, la contienda de las dos mayores potencias globales continúa con furia renovada. Takaichi, custodia del estandarte abehista, debe domar estas tempestades para salvaguardar su herencia. Su mandato inaugural supone reconstruir el vínculo con Washington, fracturado por el desdén de Shigeru Ishiba hacia la nueva y controvertida era Trump. Sintonizada con el ímpetu combativo del secretario de Estado Marco Rubio contra China, aspira a reconquistar la fe yanki. Japón, baluarte de la primera cadena insular en la doctrina Indo-Pacífica de EE.UU., acogerá en cinco años tres enclaves conjuntos en las Ryukyu, armados con escudos antimisiles y proyectiles de largo alcance. Su cruzada por empoderar a las Fuerzas de Autodefensa con contragolpes letales se funde con la vanguardia disuasoria estadounidense.

En su etapa como ministra de Seguridad Económica, templó la Ley de Promoción de Seguridad Económica, afilando sus garras contra vulnerabilidades en cadenas de suministro estratégicas. Más la sujeción comercial a China - 19,7% del intercambio total, eclipsando el 13,5% con EE.UU. - impone un malabarismo entre el rugido ideológico contra Pekín y la sed de sus mercados voraces. Leal a la profecía de un Indo-Pacífico Libre y Abierto de Abe, acelera el Diálogo Cuadrilateral (EE.UU., Japón, India, Australia) y tantea una fusión más honda con los Five Eyes. Pero el águila americana exige sacrificios: el erario de defensa 2026, de 13 billones de yenes, desgarra el velo del 2,1% del PIB, una losa para una economía anclada en deudas perpetuas. Sin reformas fiscales que acompañen la marejada armamentística, la opinión pública podría verla como sierva de deseos foráneos. “Japón no languidecerá como sombra eterna de Washington”, advirtió, invocando un juramento de soberanía ante las ráfagas caprichosas de Trump.

Frente a China, el embate es un laberinto espinoso. Rencor histórico contra una simbiosis económica indisoluble. Vista en el PLD como la centinela más leal a Taiwán, Takaichi clama la “amenaza china” como un trueno, denunciando a Pekín por minar los pilares del orden mundial. En su estreno como premier, ha decretado la intensificación de patrullas en las Senkaku/Diaoyu, fusionando la Guardia Costera con las Autodefensas. Sus peregrinaciones al Santuario Yasukuni —erigido en 2022 como “núcleo espiritual de la nación”— y su escrutinio ambiguo de los ultrajes bélicos nipones han envenenado el pozo con Pekín, que la caricaturiza como el espectro del nacionalismo abehista. Aun así, China engulle el 40% de las remesas de colosos como Toyota o Canon, un caudal de 3,8 billones de yenes en inversiones directas en 2024. Su mantra de “desacoplamiento” mediante redes de suministro regionales no amputará esta arteria vital; un dogmatismo absoluto desataría la rebelión de magnates y burócratas, mientras un pragmatismo excesivo encendería la furia de los halcones del PLD.

Pero Takaichi no teme caminar sobre brasas. Como remarca un informe del Centro Machiavelli, ella se ve a sí misma no como una tecnócrata, sino como la guardiana del kokutai moderno, el núcleo espiritual del Estado japonés. Su visión de “reforma conservadora” no busca occidentalizar su país , sino rescatarlo del “relativismo moral” que —según ella— desangra a Occidente. Defiende una educación patriótica, la familia tradicional y el papel materno como cimiento. No se define feminista, para ella destrozar esas barreras invisibles no implica negar la diferencia entre hombres y mujeres, sino reivindicar la autoridad femenina dentro de un marco de deber nacional. “La fuerza no proviene de la igualdad, sino del servicio”, repite ante jóvenes funcionarias del PLD, evocando el ideal confuciano del sacrificio por la comunidad.

Hacia Taipei, su postura es clara: “Una crisis taiwanesa es una japonesa”. En abril, cara a cara con el presidente Lai Ching-te, tejió una urdimbre de salvaguardas con democracias europeas y australianas, vinculando el estrecho al pulso estratégico del archipiélago. Su alianza en semiconductores y defensiva legitima la doctrina de Abe de que la libertad del Indo-Pacífico depende de la resistencia de Taipei. Japón absorbe ahora el 60% de las importaciones de chips taiwaneses, mientras impulsa subsidios para reindustrializar Kyushu y Hokkaido con nuevas plantas de TSMC. “El silicio es el acero del siglo XXI”, declaró en su primer discurso al Keidanren, evocando la reconstrucción de posguerra, pero con un perfume digital y un alma nacionalista.

Nacida en Nara en 1961, hija de un mecánico y una guardiana de la ley, creció entre el eco de templos y el zumbido de motores. Su juventud, revestida de rigidez familiar, le cerró las puertas de Keio o Waseda, pero prendió en ella una llama indómita: tocó la batería en sótanos de heavy metal, surcó las rutas en motocicleta y se empapó de mangas de guerreras. Becada en 1987 junto a la congresista demócrata Pam Schroeder en el Capitolio, aprendió el lado pragmático del poder americano. A su retorno, saltó al periodismo y luego a la política, logrando su escaño en 1993. Abe la acogió como discípula y heredera espiritual. Fue viceministra de Economía con Koizumi, ministra de Asuntos Internos (2019-2020), comandante de la soberanía digital y tutora de Okinawa. Su fidelidad a Abe se selló con incienso en Yasukuni: el mausoleo de 2,46 millones de mártires —con 1.068 verdugos de guerra entre sus sombras—, al que ella llama “templo de gratitud, no de culpa”.

Esta Dama de hierro encarna el renacer de un país que redescubre su alma imperial bajo formas democráticas. Mientras el 1,26% de la población desaparece cada año y los nacimientos se desvanecen, ve en la inmigración una solución “siempre temporal”. Promete blindar fronteras contra permanentes irregulares mientras ofrece visados selectivos para sectores críticos. Su visión contrasta con la de Ishiba y la derecha liberal de Tokio, que predican el multiculturalismo económico. Ella propone un nacionalismo inclusivo, pero disciplinado: aspira a que los nuevos residentes adopten la identidad japonesa, no que la transformen. En este territorio envejecido, donde los robots cuidan a ancianos y los templos venden amuletos digitales, Takaichi predica una restauración espiritual más que tecnológica.

Su alianza con Nippon Ishin, partido reformista y anticorrupción de Osaka, ha sido pragmática: a cambio de su investidura, aceptó recortar privilegios parlamentarios y endurecer la transparencia del PLD. Al mismo tiempo, ha golpeado al Partido Democrático Nacional por sus tibias rebajas fiscales; aun así, sus medidas - como reducir temporalmente el precio de la gasolina un 2% en Tokio - le granjean popularidad. Oradora imponente, con tono grave y calculado, mezcla severidad con mística. Habla de “espíritu del Yamato” y de “renacer del crisantemo”, pero también de startups, defensa cuántica y revolución digital.

En su escritorio reposa una foto de Margaret Thatcher. No por devoción, sino por espejo: ambas pretendían elevar su nación en tiempos de duda y gobernar rodeadas de hombres hostiles. Pero mientras Thatcher desmontó el Estado, Takaichi quiere reconstruirlo sobre raíces milenarias. Frente a cámaras, cita a Abe y a Mishima, evocando que “sin orgullo nacional, no hay progreso sostenible”.

Ahora encara un futuro de infiernos inflacionarios, cumbres con Trump y fricciones con Taiwán. Sus enemigos la tildan de revisionista; sus acólitos, de salvadora. Ella sonríe antes de defender que “Japón lleva siglos existiendo. Mi deber es que siga existiendo otros siglos más, con el mismo nombre y el mismo corazón”. El crisantemo, de momento, trata de florecer con puño de acero.