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Bilbao
«En la calle te la juegas»
Las mujeres que ejercen la prostitución se protegen unas a otras para ahuyentar la amenaza. 14 han sido asesinadas en los últimos tres años
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En el polígono Marconi, en el sur de Madrid, no hay mucho trabajo estos días. Las chicas matan el tiempo como pueden mientras esperan la llegada de clientes. Fuman, charlan en grupitos o se retocan el maquillaje sentadas en cuclillas en posturas imposibles apenas cubiertas por una minúscula ropa interior. Otras bailan sobre la acera conectadas a una música que sólo escuchan ellas, ajenas sólo en apariencia a lo que las rodea. Ajenas al miedo.
Si hay algo que une a estas mujeres africanas, suramericanas o llegadas del Este es el temor. La incertidumbre acerca de las intenciones (más allá de lo evidente) que trae el dueño del coche al que se van a subir. El doble asesinato del falso maestro shaolí de Bilbao está en boca de la mayoría. «¿No te has enterado? Un loco que se dedicaba a matar a prostitutas», comentan. Siempre tratan de hacer el servicio cerca del resto, donde las puedan ver. Se protegen entre ellas y no se alejan mucho para esquivar el peligro. Aunque a veces es inevitable. Lo ocurrido en Bilbao ha resucitado viejas historias que no siempre aparecieron en los medios de comunicación y que resultan imposibles de comprobar. «Hubo un tipo que cortó la lengua a una rumana, ahí abajo. ¿No te acuerdas?», comenta Bárbara, una ecuatoriana que asegura que tiene los días contados. Se vuelve a su país. Dice que «en la calle siempre te la juegas, pero antes se hacía mucho dinero. La cosa ha cambiado radicalmente de tres años para acá. Nosotras vivimos de los obreros de este polígono y como ya no hay apenas obras casi no trabajamos».
A su lado, las gemelas Marta y Verónica siguen con leves gestos de asentimiento las palabras de su compatriota. Llevan doce años en España, ambas tienen hijos y también están a punto de renunciar al «sueño español». Se dejan retratar de espaldas, salvo los tobillos. Los llevan tatuados y temen que las puedan reconocer. Aquí el pánico a ser agredidas casi iguala al de que se revele su identidad. Su secreto. Sus familias, sus maridos, casi nadie sabe a qué se dedican.
Alexandra tiene 27 años y es de Nigeria, igual que Mauren Ada Ortuya, segunda víctima del falso monje. Sus parientes en Lagos tampoco saben de dónde viene el dinero que les envía puntualmente, cada mes. «Allí nadie lo sabe, a ninguna madre puede gustarle algo así», explica. Ella pasa cada día cuatro horas en el polígono, por la tarde. Las mañanas las dedica a limpiar casas. Asegura que la Policía acude rápido cuando la llaman y se ven muchas patrullas por las zonas más solitarias. «El tío ése de Bilbao es un loco. Yo nunca me voy a casa de nadie, no sabes dónde te metes ni con quién», continúa la joven nigeriana.
La necesidad de ahuyentar la amenaza ha afilado el instinto de estas mujeres. En ocasiones rechazan a un cliente porque les da mala espina, no saben explicar el motivo pero algo les alerta de que no deben fiarse. Y si el olfato falla, queda el recurso de los zapatos. Lucen un modelo que acaba en punta de acero por si hay que liarse a patadas o echar mano de los afiladísimos tacones para repeler un ataque. También llevan sprays antivioladores y toman las matrículas las unas de los clientes de las otras.
En Montera, calle tradicional de la protitución en la capital, se respira un ambiente distinto. Las prostitutas alquilan cuartos de pensiones por tres euros los veinte minutos. Aunque el escenario es otro, la protección del grupo funciona igual que en el sur de Madrid. «En cuanto una tarda un poco más de la cuenta subimos a buscarla». Quien así se expresa es Yesenia, colombiana de 42 años y dueña de otra doble vida. Su familia vive en una provincia y ella viaja a Madrid un par de veces por semana. «A mí me aterra, no voy nunca a domicilios por mucho dinero que me ofrezcan. Aquí nos cuidamos unas a otras, somos una comunidad y hay bastante solidaridad. Hay muchos hombres violentos que tratan de pegarte o que no se quieren marchar cuando hemos terminado», relata.
Envalentonados
Normalmente, el «portero» de estos pequeños hostales que jalonan la calle Ballesta se encargan de poner punto final a la sesión. Uno de ellos dice que «cuando alguno se resiste llamamos a la Policía o tratamos de sacarlo, pero primero apartamos a la chica». Esta zona del centro madrileño está plagada de cámaras de seguridad y de Policía secreta y los habituales lo saben. El riesgo de ser identificados si se pasan de la raya es muy alto.
Yesenia cree que la violencia va unida al hecho de que «nos ven como cosas, no como personas. Aquí se pasa mucho miedo. Nos haría falta un psicólogo para cada una». Para Cristina Garaizábal, psicóloga y portavoz de la asociación Hetaira, la estigmatización de la prostitución es responsable en parte del maltrato al que están expuestas. «El hecho de que las normativas de los ayuntamientos criminalicen lo que hacen las coloca en el imaginario colectivo como escoria, como algo que hay que barrer de las calles. Y eso envalentona a algunos», afirma.
Catorce prostitutas han sido asesinadas en los últimos tres años a manos de sus clientes, según una estadística elaborada por Feminicidio.net. Inexplicablemente, la violencia que se ejerce contra las profesionales del sexo no está tipificada como «de género». Y eso que alrededor del 70 por ciento de las mujeres que hace la calle ha sufrido agresiones físicas. Muchas veces no queda rastro, puede más el miedo a denunciar que la rabia por la impunidad de los verdugos.
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