La columna de Carla de la Lá

Crónica de 40 días en el infierno: la dieta cetogénica o dieta Keto

Tras un mes sin azúcar, ¿saben lo que es preparar un sándwich de nocilla sin devorarlo, sin siquiera olerlo? Lo más difícil, depositar el cuchillo rebosante en el fregadero con elegancia y dignidad, es decir, sin lamerlo como una estrella del porno o un vampiro neófito.

Crónica de 40 días en el infierno: la dieta cetogénica o dieta Keto
Crónica de 40 días en el infierno: la dieta cetogénica o dieta Ketolarazon

“Nunca se es lo bastante rico ni lo bastante delgado”. Atribuída a Cocó Chanel, esta sentencia tan divertida como aberrante salió rodando de la boca de Wallis Simpson, paradigma de la Beautiful People de todos los tiempos, que pasó a la historia, como saben, por lograr que el rey de Inglaterra renunciase alegremente a la corona.

La socarrona Wallis, debía de tener cuarenta años cuando (cansada de mil dietas) pronunció esa severísima boutade. Una década en la que el cuerpo se descubre como el peor de los enemigos para una mujer y comienza la que será una batalla dolorosa y esforzada contra la naturaleza de un metabolismo despiadado.

Me temo que entonces, si deseamos conservar la talla de siempre deberemos decir adiós al alcohol, los azúcares y sus derivados y saludar a la dieta, el gimnasio, la lechuga, el pavo y la privación por el resto de nuestros días.

Confieso, amigos, que en mí se integran con idéntica fiereza la vanidad y la disciplina, lo que me ha llevado a transitar por los angostos e intrincados parajes de algunos métodos, persiguiendo lo mismo que todos, supongo: la belleza, la etereidad y la transmutación soñadas, sin pasar hambre. Un imposible, un monstruo fabuloso, una quimera que voy a relatarles con la máxima sinceridad y la mínima vergüenza:

Habrán escuchando que los hidratos son malos, que los hidratos matan, que los prepara Mefistófeles en su casa, que son veneno, y lo que es mucho peor: que engordan.

Lo cierto es que, si reducimos los carbohidratos, es normal bajar de peso porque retienen agua. Sin embargo la dieta Keto, una vuelta de tuerca mucho más inflexible, pretende generar una situación de cetosis (formación de cuerpos cetónicos) similar a la del ayuno donde tu cuerpo se convierte en una máquina de quemar grasas, mientras tú las consumes, sin pudor.

¿Suena bien no? El ansiado estado de cetosis según los muchos gurús que lo promueven supuestamente ofrece una vida mejor en la que te mantienes delgado comiendo alimentos deliciosos y prohibidos, musculoso, y esbelto a la vez.

Además, promete que dormirás mejor, que no padecerás ansiedad, que tu capacidad de concentración será mucho mayor y que rebosarás energía y buen humor como nunca, entre otras bondades muy chifladas. Por eso, los verdaderos cetogénicos (se comparan con los veganos) hacen proselitismo y practican su extraña forma de alimentarse como filosofía y estilo de vida: para siempre.

Antes de empezar, lo leí todo, lo escuché todo y lo compré todo porque para ser cetogénico tienes que realizar una inconcebible compra en la que no faltarán torreznos, mantequilla, nata, jamón ibérico, bacon, quesos de todas clases, secreto, presa… nada de pechuguitas de pavo, no, esta dieta no consiste en contar calorías… Se trata de alimentarse en un porcentaje mayor del 60 % de grasas y el resto de proteínas… Aguacates, cacahuetes, nueces… y algunas verduritas testimoniales.

En el supermercado, con tan inefable carro (provocaba arterioesclerosis con solo empujarlo), repleto de alimentos otrora prohibidos para cualquier persona sensata que pretenda llegar a la jubilación, grabé un video que envié a mis amigos, muy ufana y comencé mi nuevo sistema alimentario ilusionada. Ese día almorcé una jugosísima carne frita en aceite de oliva y como guarnición aguacate. ¡Qué dieta tan agradable!

Lo que no sabía era lo durísimo que resultaría a las pocas horas no poder ingerir nada de azúcar porque, queridos míos, el azúcar (conozcan los mil nombres del azúcar) es la vida, el amor, el sexo, los amigos, la compasión, la fe y la esperanza. Apuesto a que Osama Bin Laden no consumía azúcar.

Por la mañana, el primer disgusto de una infinita lista de frustraciones. He de tomar el café sin leche (la lactosa es azúcar) y sin edulcorar. Nada de sacarina, ni estevia, ni mucho menos azúcar moreno o similares… Todo es pecado en esta severísima religión.

El espantoso café, podría acompañarse de unos deliciosos huevos con bacon, pero las prisas, los niños, los perros y la oficina, me precipitan a no desayunar nada y emprender el día sintiendo que el mundo es un lugar oscuro repleto de salvajes que comen galletas, tostadas y frutas de los que debes apartarte y protegerte. Las frutas… _ ¡cómo he idealizado una maldita manzana estas semanas!_ completamente prohibidas.

Llega el mal humor, la falta de glucosa comienza a sentirse en el cerebro y en el ánimo, pero no en la báscula. A mi alrededor (con 4 niños) un aquelarre de golosinas y confituras constante.

¿Saben lo que es preparar un sándwich sin bordes cuádruple de nocilla, sin devorarlo, sin saborearlo, sin siquiera olerlo, pero intuirlo, fantasearlo hasta el dolor? Lo más difícil, depositar el cuchillo rebosante en el fregadero con elegancia y dignidad, es decir, sin lamerlo como una estrella del porno o un vampiro neófito.

Pasan los días y continuo sin desayunar, pero, al menos en los almuerzos y las cenas puedo echar mano de productos que me gustan: carne, jamón, aguacate, huevos ¡estupendo! después, carne, jamón, aguacate, huevos… ¡fantástico! Y luego: carne, jamón, aguacate, huevos… Y más huevos, aguacates, jamón, carne… Comienzan las náuseas, los mareos y los dolores de cabeza.

A estas alturas, mi familia y amigos consideran que estoy loca. ¡Y no saben cuánto! A falta de hidratos, me trago videos de gurús cetogénicos compulsivamente, lo llaman la gripe keto y aseguran que dura sólo unos días: malestar general, cansancio, irritabilidad, dolores pero que hay que aguantar porque el calvario pasa y es sucedido por un indescriptible bienestar siempre que no salgamos de cetosis… Compro unos tests de cetosis en la farmacia para (majaretas) controlar mi nivel de glucosa en la orina.

Cada vez me siento más chiflada, la vida social es imposible, cualquier coctel o la carta de cualquier restaurante está formada en su mayoría por hidratos. No se puede comulgar en la Iglesia. No puedes visitar la casa de nadie sin resultar grosero, no puedes tomar refrescos, ni zumos y lo que es peor: no puedes beber alcohol. Excepto tequila o whisky solos. Ni tan mal…

El aburrimiento más severo se apodera de mí que por demás, me peso y no he adelgazado nada, de hecho, tras algunos días de sufrimiento atroz peso más que al principio.

Regreso a los gurús que desprecian el peso, que lo que hay que hacer es medirse, que los kilos no sirven porque la báscula pesa los huesos, los músculos, el agua, pero no la grasa… Tiene sentido. Me mido algunos días, cintura, cadera, pecho… lo anoto en un cuaderno que escondo en el cuarto de baño sintiéndome una especie de mujer de los cincuenta del sueño americano, pero no me apaño con el metro de sastre y compro un metro corporal, de trastorno psiquiátrico, por Amazon.

Jamón, aguacate, huevos, carne, secreto, presa, torreznos, nata, aceite de oliva, nauseas, privación, locura, aislamiento y hastío… Hijos ¿Me veis más delgada? Entornan los ojos compasivos y cautelosos… Un mal gesto y podría precipitarme por la ventana.

El día antes de mi cumpleaños Inesita me ruega que lo deje, que quiere regalarme una tarta hecha por ella misma. Me besa y recupero el sentido, como Blanca Nieves. Y lo dejo, vaya que si lo dejo.

El día de mi cumpleaños desayuno un café con leche tan dulce como siempre me ha gustado y un buen pedazo de tarta rainbow. Reconozco que tengo miedo de sufrir un ataque hiperglucémico o un fallo multiorgánico por el repentino chute de azúcares de todas clases.

¡Pero estoy viva!