La columna de Carla de la Lá
Terraza y dignidad en la desescalada
El miércoles visité por primera vez una terraza y procedí a recuperar ese antiguo y feliz ritual de tomar un piscolabis y un par de vinitos pero la cosa se desmandó por muchas razones que ustedes entenderán.
Hay beberes y beberes, está el beber moderado y alegre del aperitivo del domingo, está el beber festivo y despreocupado del evento o de la boda, está el beber porteño del despechado (o la despechada), el beber ansiolítico e incómodo del confinamiento y de zoom, y luego está el beber de la “desescalada”, ese momento sin antecedentes en la historia de la humanidad, donde confluyen nuestra imparable sed de libertad y la lógica angustia que arrastramos desde hace semanas, encerrados. Mucho cuidado con la fase 1, queridos amigos, que alberga horrores.
El miércoles visité por primera vez desde el coronavirus una terraza y procedí en compañía de mi marido a recuperar ese antiguo y feliz ritual de cenar y beber a la fresca de la calle madrileña. La idea era tomar un piscolabis y un par de vinitos (tristemente a partir de los 40 el alcohol sienta como un tiro) pero la cosa se desmandó por muchas razones; ninguna que no puedan comprender ustedes, que son gente de mundo y gente compasiva.
Por un lado, la alegría incontrolable de sabernos lejos (y a salvo) de nuestros hijos, la conmoción de escuchar las historias de nuestros vecinos y conocidos, algunos con pérdidas familiares, todos con pérdidas materiales… la suave caricia del viento recorriendo nuestros cuerpos, desordenando nuestros cabellos, silbando sobre las bocas de nuestras copas…. Pero sobre todo la atávica mezquindad de no levantar el trasero de la silla ante una enorme cola de individuos deseosos de ocupar esos mismos asientos y nuestras mesas…
Lo interesante, es que cuando iba por el segundo whisky, a eso de la 1 de la madrugada, emergió de entre las sombras una mujer misteriosa y amabilísima que se identificó como seguidora (¿mía?), muy conocedora, se sentó e intercambiamos confesiones íntimas de las que “no quiero acordarme” como Cervantes, porque para entonces ya estaba borracha como un piojo.
A la mañana siguiente, me propuse establecer por ustedes y por mi propio bien, algunas premisas para que podamos atravesar con cierto decoro la circunstancia de la apertura de nuestros amados bares (y parques) y el retorno a la socialización.
Comencemos. Para ser elegante lo mejor es no beber nunca, no fruncir el ceño nunca y no salirse del tiesto nunca, excepto cuando los demás no lo hacen. Hay que tener sentido del espectáculo como Fredy Mercury, Michael Jackson, Ivan Espinosa de los Monteros o el mismísimo Rappel.
Ya están aquí, los sentidos rencuentros con familiares y amigos, las conversaciones sinceras acerca de lo que nos ha pasado por encima, cómo lo hemos vivido y cómo vamos a sobreponernos a ello…
La desescalada nos devuelve de golpe la vida relacional asociada a las cálidas temperaturas y la reactivación de la hostelería, regada, ahogada por lo que he podido ver esta semana, en licor.
Atrás quedaron los ásperos días de recogimiento y cuaresma; España se viene abajo de terrazas en las que tender al sol la colada de su ansiedad porque el Covid-19, amigos, ha matado a más de treinta mil personas y 5,2 millones de españoles están en el paro…
Yo quería beber cerveza, pero queridos, la cerveza es de cobardes (además de oler fatal e irritar poderosamente la vejiga) y un pedo como Dios manda, un bonito y generosos pedo de fase 1, no es pacato, ni melindres, ni planifica el momento, ni el lugar, ni el principio, ni el fin, ni la materia de su perdición.
En mi defensa, y la de ustedes, diré que estos tres meses encerrados en casa, sin ver a nadie, recordando desconcertados nuestra vieja normalidad y cruzando los dedos para que regresase un día, han supuesto un agujero negro en nuestras almas; un espacio muy loco en el tiempo y en el espacio síquicos, con tan alta densidad que no alberga lugar para el sonido ni la luz; por eso no alcanzamos a explicarnos los sentimientos contradictorios y disfóricos, que manan de ahí….
Algunos aseguran que no les importaría quedarse confinados para siempre, y que van a esperar un poquito más para salir y relacionarse, por seguridad. Yo apuesto a que ninguna de estas personas tiene hijos a su cargo; para los padres, y especialmente para las madres, quizá lo peor consista en no poder estar a solas ni en silencio por un solo segundo.
Las madres profesionales que escuchan la palabra mamá novecientas mil veces al día, mientras intentan desempeñar su actividad profesional y que no se les queme el pollo en el horno, como esta su cronista predilecta, comprenderán que el miércoles, se me fuera de las manos lo de los vinitos y la seguidora…
Por suerte, hoy sábado, soy una mujer nueva a causa de semejante atracón etílico y relacional, y se me han quitado las ganas de caldos y terrazas hasta la próxima primavera…
He decidido que, más que con mascarilla, a partir de ahora saldré con gafas de sol y que no me las quitaré, ni en la noche más cerrada, como Isabel Pantoja, que ya no estoy en edad de exhibir mis debilidades y mucho menos mis patas de gallo.
Con respecto a las consecuencias, negarlo todo al día siguiente, aun borrachos es fino. Pero mucho más divertido y glamuroso es aceptar psicopáticamente, reconociendo con una sonrisa sexi los reproches de quien sea que nos los haga, puesto que las normas están hechas para la mayoría, no para nosotros.
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